Usted está enojado con el mundo y yo estoy enojada conmigo.
Usted está enojado porque el mundo se ha negado a darle el lugar que merece.
Y yo estoy enojada porque no he sido capaz de luchar por el lugar que quiero en el mundo.
Usted, herido y cansado, se ha arrinconado en un sitio que aparenta seguro y trata cada día de convertirlo en ese lugar que añora. Pero, como en el fondo sabe que no es, que usted fuerza el molde sistemáticamente, se frustra, se angustia, y aumenta su enojo.
Por mi parte, en mi caso, yo sé que la culpa no es del mundo, que es mío el error. Y, por alguna extraña razón, por lo muy enojada y ofendida que estoy conmigo misma, con mi estupidez de querer cambiar a los otros, por pura compasión furiosa empiezo a reírme de mi ignorancia. Y, aunque me hago trampas que me ocasionan más angustia y boicoteo mis posibilidades de ser feliz, también me río de esta suerte extraña.
Y así nos encontramos, usted furioso y yo riéndome de mí.
Y a mí me sorprende la forma en que usted mira al mundo y reclama su lugar. Y a usted lo sorprende mi pasión por el mundo y mi risa. Y los dos comprendemos que las cosas no son tan verticales.
Entonces comenzamos una danza curiosa, un ritual de re - conocimiento. Porque descubriendo qué cosas hacen al otro ser quien es, qué lo apasiona, qué lo vulnera, vamos encontrando señales especulares de muchísimos elementos que también forman parte de nosotros mismos.
Entonces, yo trato de decirle que usted ya tiene su lugar en el mundo, porque es único, porque hay tanta plenitud en su personalidad, en esa esencia que se muestra íntegra a quien sabe acercarse. Y no importa que este mundo sea injusto o desconsiderado; usted es, y con eso basta.
Y por momentos veo, en sus ojos, señales que me hacen sentir que soy demasiado injusta conmigo, que tal vez no he sabido ver, en todos estos años, que mi lugar existe y hasta, tal vez, he sabido encontrarlo, en la forma posible, que, probablemente, no sea la ideal, pero es.
Pero, enseguida, me dejo llevar por la anquilosada idea de que esa es, simplemente, otra de mis absurdas ilusiones, porque usted seguramente no me ve como yo a veces creo que lo hace. Y siento que somos dos ciegos luchando contra todo, contra nada, contra nosotros mismos.
Y tal vez, el enojo aún no nos ha dejado ver quiénes realmente somos. O, quizás, tengamos miedo de ver qué tan distintas son las cosas cuando encaramos el mundo juntos. Porque el dolor y la frustración ciegan, y no podemos vernos.
Sin embargo, me detengo y pienso, que usted siempre me dice lo mismo: "nos vemos"
sábado, 17 de noviembre de 2012
sábado, 13 de octubre de 2012
Quiero
Quiero que mi
pasión se fusione con el núcleo de tu espíritu, y así lograr que estalle esa
cripta de silencio con que envolviste la fuerza de tu ser. Y que te liberes, y me liberes.
Quiero que me
abraces, y te “abrases” con ese amor dormido en el que, hace tiempo, vos y yo,
cada uno en un mundo diferente, fue dejando de creer.
Atravesados por
la frustración y el cansancio se fueron congelando nuestros sueños. Nos fuimos conformando con forzar al presente
en un molde forjado con ilusiones postergadas. En senderos distintos, cada uno
de nosotros se fue adaptando a la rutina de la resignación, cada vez más lejos
de la alegría, cada vez más cerca de la tristeza, ergo, cada vez más distantes
del amor.
Tan correctos
vos y yo, en nuestros palacios de silencio emocional, nos fuimos quedando
mudos. Y así, con los sentidos
anestesiados, deambulábamos por la vida.
Pero nuestra
esencia es fuego, y todavía lo sabemos.
Sabemos que
en este instante estamos enfrentados, es decir, frente a frente. Sabemos que
nuestro peregrinar nos puso uno ante el otro para que, por fin, seamos capaces
de avanzar hacia nosotros mismos, definitivamente.
Por eso,
quiero que mi pasión se fusione con el núcleo de tu espíritu, y así lograr que
estalle esa cripta de silencio con que envolviste la fuerza de tu ser. Y que te liberes, y me liberes. Quiero que caiga todo velo, se quiebre toda
cadena, porque me siento viva cuando te tengo cerca y quiero que, después de
tanto tiempo, te atrevas a sentirte vivo vos también.
sábado, 1 de septiembre de 2012
Diálogos
Algunas veces, mientras hablamos por las mañanas, usted me
mira, y su mirada no coincide con el discurso verbal que me dirige.
Entonces yo, que lo miro atenta cuando me habla, empiezo a
transitar alternativamente entre sus palabras y el lenguaje de sus ojos. En ese instante mis oídos pugnan por
permanecer atentos, pero mi piel se aleja de su voz y prefiere escuchar ese
metalenguaje que la convoca y la invita a desperezarse aduciendo que hay otros
diálogos posibles, que lo verbal confunde, que cada palabra que su boca
pronuncia es un triste ladrillo del muro que levanta para que su piel no se descontrole
y se adhiera a mis ansias.
Entonces pienso en un lenguaje alternativo para
comunicarnos, para que usted al fin me encuentre sin ambigüedades. Imagino crear un poema que se pudiera expresar
con mi piel. Ser algo así como aquellas
modelos de Klein, embebida en el color de un deseo que selle lo que usted
despierta en mí, sobre un lienzo que pueda desplegarse en ese mismo muro que
levanta. Y me pregunto con qué color
podría expresar ese deseo. Y veo,
justamente, tal como en aquellas obras, el color de sus ojos que me
impregnan. Y entiendo que está todo
dicho, que la comunicación se ha establecido.
Es en ese momento en que alguna razón lejana me indica que
debo retomar el diálogo verbal que sosteníamos.
Y utilizo palabras, frases convencionalmente ambiguas que usted detecta
al vuelo como tales. Entonces es su boca
la escindida porque, en lugar de continuar con el formal discurso cotidiano, me
sonríe. Y la complicidad de su sonrisa
nos empuja a los dos al mismo nivel de diálogo y los muros formales se
destrozan. Y todo vuelve a comenzar.
miércoles, 8 de agosto de 2012
Duelos
La vida transcurre cotidiana
hasta que un día,
uno de esos días
en que parece,
si hay sol,
que lo hubieran colgado de una tanza
de tan artificial y burdo que se muestra;
o que, si está nublado
se confunde el cielo con el alma,
sucede, que la puerta del destino
sucede, que la puerta del destino
se entreabre
y se cuela
un frío gélido.
Se estremece el cuerpo desde
los tobillos a la nuca
y se cubre el corazón de esparadrapos.
Entonces, la mano huesuda
te palmea en el hombro
y se escucha
en el medio de
la frente
“¿Cómo estás? No te
olvides
que estoy
y así como esta vez
vengo por él,
mañana serás vos, es ley.
Y me llevo de a una
las piezas
del
rompecabezas
que es tu vida.”
Y, obvio, te duele
cómo no va a doler
si te sacó un pedazo
una parte de vos,
hilo de vida, de su,
de tu vida
que hasta hoy
transcurría cotidiana.
Brasas
Una brasa que temía extinguirse demasiado pronto, buscó fuego en el calor de otra brasa que estaba a su lado. Se acercó para encenderse, para que ardieran juntos el tiempo que durara el chisporroteo.
La otra brasa la sintió tan cerca que comenzó a arder. Y ese renovado ardor hizo que los cuerpos de ambos cedieran y el alma de sus fuegos quedó expuesta.
Entonces, ambas brasas entendieron que estaban destinadas a mucho más que compartir las chispas del final.
Brillaron, más que nunca. Se iluminaron, y su ardor dio calor a todo alrededor.
Brillaron y se encendieron, y fue tan intenso que entendieron que su destino era compartir la eterna construcción de un nuevo fuego, capaz de renovarse cada día.
La otra brasa la sintió tan cerca que comenzó a arder. Y ese renovado ardor hizo que los cuerpos de ambos cedieran y el alma de sus fuegos quedó expuesta.
Entonces, ambas brasas entendieron que estaban destinadas a mucho más que compartir las chispas del final.
Brillaron, más que nunca. Se iluminaron, y su ardor dio calor a todo alrededor.
Brillaron y se encendieron, y fue tan intenso que entendieron que su destino era compartir la eterna construcción de un nuevo fuego, capaz de renovarse cada día.
martes, 7 de agosto de 2012
Re-descubrimiento
Se miraron sin verse tantos años que, el día que se descubrieron uno en las pupilas del otro, se desconocieron por completo.
Entonces, empezaron a mirarse cada vez que podían.
Y fue así que cada uno de ellos aprendió a buscarse en esos otros ojos y a disfrutar de hacerlo.
Pero la luz de los ojos al mirarse tenía un brillo como no se puede igualar en este mundo.
Por eso, supieron que todo ese tiempo habían estado buscándose el uno al otro, sin saber que estaban viéndose.
Y así, no tuvieron más remedio que abrazarse hasta fundirse en la luz que los unía...
Entonces, empezaron a mirarse cada vez que podían.
Y fue así que cada uno de ellos aprendió a buscarse en esos otros ojos y a disfrutar de hacerlo.
Pero la luz de los ojos al mirarse tenía un brillo como no se puede igualar en este mundo.
Por eso, supieron que todo ese tiempo habían estado buscándose el uno al otro, sin saber que estaban viéndose.
Y así, no tuvieron más remedio que abrazarse hasta fundirse en la luz que los unía...
Ubicación de las cargas
Algunos días se siente agobiada. Ese día, por ejemplo, le pareció que, por error, alguien puso un piano en su mochila. Entonces comprendió "alguien puso un piano". Es decir, no fue ella. Es más, ella se levantó con las mismas ganas de siempre, con la misma esperanza de universo pacífico de cada mañana, con voluntad literaria, con ansias de ternura, con abrazos de madre para dar.
Pero de alguna manera, o de muchas, en un momento del día registró ese peso angustioso de piano en la mochila, de nubes grises, de frío en los pies, de dolor de cabeza, de...
Pero de alguna manera, o de muchas, en un momento del día registró ese peso angustioso de piano en la mochila, de nubes grises, de frío en los pies, de dolor de cabeza, de...
Entonces, decidió que si el piano no era suyo no-era-su-piano. Y, ya que estaba, tiró la mochila a un costado. Después, como se sintió liviana, dio unos saltitos por la vereda mientras apuraba el paso. Y, ya que estaba, pisó dos o tres hojas doradas de otoño que con su crujir la hicieron más liviana todavía. Y eligió la vereda soleada que en mayo tiene aromas de infancia volviendo de la escuela al mediodía... Entonces, ahí no más, tuvo un arrebato de ternura hacia sí misma y aceleró hasta el pequeño local que ostentaba un antiguo cartel de "librería" y vio brillante y generoso un libro de Galeano. Se lo dio emocionada a la vendedora quien le preguntó si lo quería envolver para regalo. Le dio las gracias y le dijo que sí, pero que era un regalo para ella misma, así que sólo le pusiera una bolsita.
Caminó con emoción pueril con su librito, se compró un bombón de chocolate y menta y se sintió feliz. Después, empezó a silbar bajito. Acababa de entender que, a veces, los pianos aunque sean pesados, si sabemos ubicarlos donde deben estar, nos pueden terminar haciendo descubrir hermosas melodías.
Caminó con emoción pueril con su librito, se compró un bombón de chocolate y menta y se sintió feliz. Después, empezó a silbar bajito. Acababa de entender que, a veces, los pianos aunque sean pesados, si sabemos ubicarlos donde deben estar, nos pueden terminar haciendo descubrir hermosas melodías.
viernes, 22 de junio de 2012
Comienzo
Desorientada, aturdida, agobiada. Escapándole una vez más a la Muerte. Mirando sobre el hombro a cada instante para
asegurarse que no está detrás de ella, respirándole en el cuello con su aliento
húmedo y agrio, como el olor que inunda los pasillos que rodean los nichos, en
el cementerio.
Sola, como nunca, como siempre. Es increíble la conciencia de soledad que le
dieron estas situaciones. Como dicen las
ancianas del pueblo “solos venimos y solos nos iremos”. Y ha tomado conciencia de lo cierto que es
esto en las noches solitarias de los hospitales, cuando las enfermeras terminan
de pasar fluidos que arden a través de las venas y se alejan apagando la luz o
dejándola prendida (y en ese caso hay que volver al llamarlas), cuando
entrecierran la puerta y sólo se filtra un haz de luz suficiente para ver en la
habitación las siluetas de las puertas del baño, del sostén de los sueros, de
las sillas vacías junto a la cama.
Sola, soportando agujas, diagnósticos,
pronósticos, resultados…
Parece que logró escapar una vez más. Volvió a escurrírsele. A pocos centímetros pasó
del filo nuevamente. Pero algo, que aún
no puede precisar, esta vez le llevó.
Por eso está así, como perdida, como en un
limbo.
En este espacio que es la resultante de la
pérdida de tantos espacios, hay un haz de luz difusa que ilumina parcialmente
las imágenes. Necesita acercarse a
ciertas siluetas frágiles que se mueven y la necesitan. Pero para poder alcanzarlos como debe, tiene
que esquivar ciertos escollos. Y hay un
peso que se afirma reteniéndole las piernas.
Es necesario liberarse de esas cargas…
Entonces, abre los ojos. Está nuevamente en su casa. Ha escapado y no hay anuncios mortuorios ni
mortificantes a la vista.
Se ha puesto de pie. Ya nada es lo mismo. Toda certeza de antaño ha desaparecido. Toda especulación es relativa. Se ha quebrado hasta la última
certidumbre.
Cuando estaba a punto de dar el paso hacia
el abismo, levantó la mirada.
Descubre el color del cielo. Es tan celeste como jamás lo había
visto.
Entonces, desaparecen las cadenas. Se siente tan etérea como nunca. Se eleva.
Está libre. Para siempre. Para siempre.
Va en busca del cielo. Nada la
podrá detener. Nadie. Nunca. Jamás.
lunes, 2 de abril de 2012
Homenaje a los “Héroes – víctimas” de Malvinas.
Hace algunos años, en una de las escuelas en que trabajé, me pidieron que me hiciera cargo de las palabras alusivas al Día del Veterano de Guerra. Es muy difícil expresar los pensamientos y emociones que acuden a mi mente cuando pienso en aquellos muchachitos de entonces, mientras observo silenciosa a mis alumnos de hoy, muchos de la misma edad, con sus juegos ingenuos, sus movimientos desarticulados de adolescentes plenos, a los que les cuesta asumir un cuerpo en evolución frenética y constante. Los veo jugar de manos con torpeza, reírse de todo, desarmarse de pie frente a las muchachas que les pasan por delante. Son niños confundidos en cuerpos que empiezan a tomar forma de hombre. Y así eran aquellos que murieron de frío, de hambre, de balas y granadas, de locura de guerra. Cómo no estremecerse, cómo no tener un nudo en la garganta, cómo no enmudecer. Entonces recordé mi propia historia en esos días y escribí esto que, con algunas modificaciones propias de los años que pasaron, hoy quiero compartir con ustedes.
Hace treinta años, una mañana de abril, los argentinos
amanecimos con la noticia de que nuestras tropas se habían embarcado en la
empresa de recuperar aquellas lejanas islas que un siglo y medio atrás los británicos habían usurpado.
Muchos se llenaron de un patriótico orgullo que parecía
anestesiado a fuerza de años de gobiernos de facto, de persecución y muerte.
Las banderas flameaban ondulantes y el espíritu de la
argentinidad enardecido.
En las escuelas se entonaban himnos y se recitaban a voz en
cuello poesías alusivas a las islas “hermanitas perdidas” del territorio
continental desde donde las mirábamos enceguecidos.
En esos días de comunicados de guerra por televisión, radio y
en los diarios, una niña de nueve años llegó con una banderita en mano del
colegio y encontró a su padre, un obrero ferroviario humilde de carácter firme
y palabra segura llorando acongojado con la mirada perdida tal vez en un
austral horizonte lejano.
-
¿Por
qué llorás papá? ¿Qué pasó? ¿Pasa algo?
-
Lloro
porque son pibes. Están matando a los
pibes. No saben lo que hacen, son
criaturas, se van a morir entre el frío y las balas…
Esa niña no entendió al principio. Se sintió contrariada. ¿Por qué si en la
calle y en todos lados mostraban la guerra como algo casi hermoso, imposible de
no tener el final esperado, ese padre siempre preciso, tan admirado, le decía
lo contrario?
A los nueve años la vida es tan bella.
Pero el tiempo fue mostrándole qué tan cierto era aquel
llanto. Cuando las noticias fueron
apagándose, cuando se aceptó la derrota, cuando Doña Conce’, la almacenera,
cerró su negocio para cuidar a su hijo que había sido soldado. “Pero si volvió
entero…” decían; a otros les faltaban piernas, brazos…
De la guerra no se vuelve entero jamás. Y ese muchacho de menos de veinte años volvió
devastado.
Y después, con los años, el olvido. Y esos pibes con cara de ancianos envejecidos
a fuerza de muerte, deambulaban por trenes y calles pidiendo limosna sin
reconocimiento alguno por lo que habían pasado.
Hoy les han dado
pensiones pero algo nos debe quedar en
claro: nada puede compensar lo que han sufrido.
Una guerra nunca se gana, no importa el resultado. Y menos donde pelean niños como eran nuestros
soldados.
Han pasado treinta años, y aquella niña es quien hoy les está
hablando. Y hace mucho tiempo que
aprendí cuán válido era el llanto de mi padre.
Las islas son nuestras, no debemos olvidarlo.
Pero jamás debemos dejar de recordar a nuestros héroes,
nuestros jóvenes que no volvieron, los que se murieron acá porque no lo
soportaron.
Para mí, este día debe ser otro día de memoria, porque un
país que no valore la sangre derramada por sus hijos sólo puede vivir en el
pasado.
Claudia
Marcela Rodríguez
miércoles, 25 de enero de 2012
Un hombre bajito, moreno…
Érase
una vez un hombre
bajito moreno
de
franca sonrisa
de
fácil palabra.
Jinete
en acero
los
rieles surcaba
veloz
como el viento
sus
“monstruos” guiaba.
Ya
desde niñito
el campo habitaba
y
cuando, silbando,
ella
se acercaba:
enorme,
mulata,
vapores
de leño
que
la propulsaban…
Él,
feliz, en éxtasis,
Pronto
le juraba:
“¡Voy
a conducirte!
¡Te
doy mi palabra!”
Y
así, un verano,
ya
de citadino
empezó
a cortejarla.
Primero
peón,
fogonero
luego
Y
¡al fin! “maquinista”.
Conductor,
rezaba
un
carnet lustroso
que
certificaba
aprobado
examen,
¡podía
guiarla!.
Ella
fue cambiando
sus
formas cuadraba;
apagó
sus leños,
cambió
el miriñaque
por
frenos circulares
que
agua disparaban
si
algún conductor
mal
la estacionaba.
Y
el hombre bajito,
moreno,
de
franca sonrisa
de
fácil palabra
se
adaptó a los cambios
de
tanto que amaba,
supo
acompañarla.
Los
motores Diesel
noches
desvelaban
pero
el hombrecito
no
se aminoraba
y
feliz, y presto
todo
lo estudiaba.
Así,
cabalgando
libre,
apasionado
hasta
el mar la guiaba.
Ella
fue cambiando…
la
otrora mulata
cambió
por el rojo
y
amarillas franjas.
Él
iba, venía,
por
Altamirano,
hasta
Mar del Plata.
Cruzaba
Las Flores
donde
los hermanos
siempre
lo esperaban.
Y
llegó el otoño
que
no perdonaba.
El
hombre bajito, moreno,
ya
canas peinaba
y
el Estado presto
lo
invitó cortés a
que
se retirara.
Él
cerró los ojos
apretó
los puños
y
no dijo nada.
Se
fue caminando
como
si se ahogara.
Se
le cerró el pecho
Cual
si lo apretaran.
Como
cuando niño
empezó
a mirarla
cruzando
caminos,
altiva,
gallarda.
Y
empezó a llorarla.
De
noche soñaba,
las
horas pasadas
y mientras dormía
al
aire paladas
de
carbón lanzaba.
Como
entre sus sueños
él
la acariciaba,
se
fue adormeciendo
y
así, sin palabras,
una
tarde fría
de
agosto quedaban
sus
negras pupilas
por
siempre
guardadas.
Un
hombre bajito, moreno,
de
sonrisa franca
y
fácil palabra
conductor
de trenes
jinete
de sueños
las
vías surcaba,
feliz
como nadie
a
su locomotora
este
hombre amaba.
Yo
que soy su hija,
que
lo vi extrañarla
puedo
asegurarlo
se
durmió soñando
lunes, 23 de enero de 2012
Lluvia
Miro la lluvia. Detrás de la ventana observo la constante danza sobre el suelo. Pequeñas, grandes gotas que caen y se funden en los charcos que se expanden. No es una de esas lluvias firmes, cortantes, que pinchan cuando rozan la piel. Es una lluvia monótona, triste, como un deslizar de lágrimas del cielo.
Me pregunto si estarás viendo esta misma lluvia que yo miro. Me pregunto si estarás escuchando esta misma lluvia que yo escucho sollozar sobre mi techo, deshacerse, deslizarse por los surcos del tejado e ir a morir sonando deslucida y lenta en el desagüe.
Y si me lo pregunto, no es porque hace ya muchos años que no te veo. Y si me lo pregunto no es porque te vi esta tarde, pero ahora te sé en la otra punta de la ciudad, en otra vida, tal vez bajo otros cielos.
Si me pregunto si estarás viendo esta misma lluvia que yo veo, es porque sé que estás aquí, aquí a mi lado.
Porque sé que estás conmigo, a un centímetro del roce de mi cuerpo y a mil kilómetros de mi silencio.
Y prefiero seguir viendo la lluvia aunque no sepa si vos la estás mirando. Tal vez estés dormido, o tal vez escribiendo o leyendo. Quizás mantengas una conversación silenciosa con alguno de esos demonios que suelen acecharte, herirte, perforarte cuando empezás a disfrutar de la paz de las tardes. O tal vez estés paseando abrazado a un recuerdo de otras formas lejanas y perdidas. O puede ser que estés corriendo con los brazos abiertos detrás de alguna promesa sin temor alguno de mojarte o caerte. Yo no lo sé.
Afuera sigue lloviendo con el mismo persistente ritmo. Me pregunto si estarás mirando la misma lluvia que yo miro. Estás a un instante de mí. Estamos a un instante de reencontrarnos y abrazarnos y fundirnos en nosotros. Estamos tan cercanos. Pero yo, yo no me animo a preguntarte.
Me pregunto si estarás viendo esta misma lluvia que yo miro. Me pregunto si estarás escuchando esta misma lluvia que yo escucho sollozar sobre mi techo, deshacerse, deslizarse por los surcos del tejado e ir a morir sonando deslucida y lenta en el desagüe.
Y si me lo pregunto, no es porque hace ya muchos años que no te veo. Y si me lo pregunto no es porque te vi esta tarde, pero ahora te sé en la otra punta de la ciudad, en otra vida, tal vez bajo otros cielos.
Si me pregunto si estarás viendo esta misma lluvia que yo veo, es porque sé que estás aquí, aquí a mi lado.
Porque sé que estás conmigo, a un centímetro del roce de mi cuerpo y a mil kilómetros de mi silencio.
Y prefiero seguir viendo la lluvia aunque no sepa si vos la estás mirando. Tal vez estés dormido, o tal vez escribiendo o leyendo. Quizás mantengas una conversación silenciosa con alguno de esos demonios que suelen acecharte, herirte, perforarte cuando empezás a disfrutar de la paz de las tardes. O tal vez estés paseando abrazado a un recuerdo de otras formas lejanas y perdidas. O puede ser que estés corriendo con los brazos abiertos detrás de alguna promesa sin temor alguno de mojarte o caerte. Yo no lo sé.
Afuera sigue lloviendo con el mismo persistente ritmo. Me pregunto si estarás mirando la misma lluvia que yo miro. Estás a un instante de mí. Estamos a un instante de reencontrarnos y abrazarnos y fundirnos en nosotros. Estamos tan cercanos. Pero yo, yo no me animo a preguntarte.
miércoles, 18 de enero de 2012
Regresos I
I
Caía la tarde cuando decidí recorrer con mi hija las calles
de mi infancia. Estábamos en aquella
ciudad por otras causas, pero decidí caminar como quien emprende un salto a
otros espacios, dimensiones y hasta tiempos, si es que acaso esto fuera
posible. Cada baldosa de cada vereda era un ir y venir por un puente que
agitaba instantes de más de veinte años de ausencias. De pronto, una sensación de extrañamiento me
invadió y comprendí que sólo me faltaba para llegar una cuadra; pero aquella calle
tan familiar en una época, era ahora un sitio totalmente desconocido para
mí. Busqué casi a tientas el negocio de
aquel viejo Don León, la persiana grisácea manchada de añares, los viejos
diarios de escritura hebrea con que envolvía alguno de los novecientos noventa
y nueve mil artículos que el cartel orgulloso anunciaba que vendía. Con dolor,
no pude distinguir cuál era de todos los lujosos portones nuevos el que
reemplazaba la vieja fachada. Pobre
León, usar exclusivamente aquellos diarios era, tal vez, una forma de poner en
palabras todo aquello que no podía o no sabía contar a sus clientes, el dolor
de la guerra, de los campos macabros, la familia perdida. Cada hoja brindada al pasar, como envoltorio,
podía ser una forma silenciosa de presentación, un pedido de ayuda si alguien
se animara, si alguien preguntara...
Entonces, estábamos de nuevo ante una bocacalle, la última
antes de llegar a lo que alguna vez fuera una plaza. Una pequeña plazoleta
cerrada durante años, rodeada de acacias amarillas, altísimas, con un alambrado
que ponía límite a nuestros ojos de niños ávidos por acceder a esos bancos
antiguos, de cemento, tan cercanos y a la vez inaccesibles en los que a tantas
cosas hubiéramos jugado.
Por supuesto que ya no había ni alambres ni acacias ni
plazas. Una casa enorme rodeada de
paredones resecos de ladrillos sin pintar.
Y fue entonces, cuando traté de apartar la vista de los muros
endurecidos, que divisé la vieja verdulería de Lito, y vi que estaba
decapitada. Recientemente alguien había
derrumbado su techo, junto con el de la casa de doña Rosa hacia un lado, y la
casa de alquiler donde vivía mi tía Elena
hace unos años. Quién sabe qué
proyecto cobrará vida en el lugar.
Entonces, me llegó como a través del tiempo la voz de mi
hija que, evidentemente por segunda o tercera vez reclamaba "Mamá, te
pregunté dónde vivías".
Aferré su mano y crucé la calle, caminé más lento y me
detuve al ver que mis queridos árboles de paraíso ya no existían. Balanceé varias veces los ojos, buscando como
si no fuera posible, porque me pareció que no era esa la calle, las veredas
eran para mí mas anchas, con mucho pasto, y con mis árboles. Tanto disfrutaba corriendo por ellas cuando
niña, registrando con mis manos cada textura para así jamás olvidarme de nada. Y ahora, nada, era lo que quedaba. Como una caricia consoladora me llegó el ver
que aún estaban las baldosas rosadas de entonces. Todo había cambiado. La humilde casa que combinaba, como mi padre
podía y su magro sueldo permitía, cemento madera y chapas inclusive
acartonadas, había desaparecido. Una
imponente construcción de dos plantas se enseñoreaba pisoteando mis
recuerdos. Sólo en un rincón, como si
alguien se hubiera apiadado del pasado estaba la pared intacta del dormitorio
de mis padres, la reja usada que papá compró cuando el barrio dejaba de ser
seguro para proteger el ventanal con la vieja persiana de madera que también
estaba. La misma reja de la que mi padre
había enganchado el cartel de venta "Dueño vende esta
propiedad". Dos veces volví de la
mano de mi niña antes de irnos. Quería
guardar para siempre, para lo que quede, la imagen de esa ventana.
En ese momento mi niña se detuvo. Y mi hija, comprendiendo,
soltó mi mano para abrazarme fuerte y decirme "Es hermosa tu
casa". Le respondí que mi casa no
era así, que la habían cambiado muchísimo, que sólo quedaba la ventana. Entonces me dijo "Es hermosa la ventana
mamá, te quiero". Fue el momento en
que supe que soy definitivamente afortunada.
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