sábado, 17 de noviembre de 2012

Sobre verse y contra decirse

Usted está enojado con el mundo y yo estoy enojada conmigo.
Usted está enojado porque el mundo se ha negado a darle el lugar que merece.
Y yo estoy enojada porque no he sido capaz de luchar por el lugar que quiero en el mundo.
Usted, herido y cansado, se ha arrinconado en un sitio que aparenta seguro y trata cada día de convertirlo en ese lugar que añora.  Pero, como en el fondo sabe que no es, que usted fuerza el molde sistemáticamente, se frustra, se angustia, y aumenta su enojo.
Por mi parte, en mi caso, yo sé que la culpa no es del mundo, que es mío el error.  Y, por alguna extraña razón, por lo muy enojada y ofendida que estoy conmigo misma, con mi estupidez de querer cambiar a los otros,  por pura compasión furiosa empiezo a reírme de mi ignorancia.  Y, aunque me hago trampas que me ocasionan más angustia y boicoteo mis posibilidades de ser feliz, también me río de esta suerte extraña.
Y así nos encontramos, usted furioso y yo riéndome de mí.
Y a mí me sorprende la forma en que usted mira al mundo y reclama su lugar.  Y a usted lo sorprende mi pasión por el mundo y mi risa.  Y los dos comprendemos que las cosas no son tan verticales.
Entonces comenzamos una danza curiosa, un ritual de re - conocimiento.  Porque descubriendo qué cosas hacen al otro ser quien es, qué lo apasiona, qué lo vulnera, vamos encontrando señales especulares de muchísimos elementos que  también forman parte de nosotros mismos.
  Entonces, yo trato de decirle que usted ya tiene su lugar en el mundo, porque es único,  porque hay tanta plenitud en su personalidad, en esa esencia que se muestra íntegra a quien sabe acercarse.  Y  no importa que este mundo sea injusto o desconsiderado;  usted es, y con eso basta.
Y por momentos veo, en sus ojos, señales que me hacen sentir que soy demasiado injusta conmigo, que tal vez no he sabido ver, en todos estos años, que mi lugar existe y hasta, tal vez, he sabido encontrarlo, en la forma posible, que, probablemente, no sea la ideal, pero es.
Pero, enseguida, me dejo llevar por la anquilosada idea de que esa es, simplemente, otra de mis absurdas ilusiones, porque usted seguramente no me ve como yo a veces creo que lo hace.  Y siento que somos dos ciegos luchando contra todo, contra nada, contra nosotros mismos.
Y tal vez, el enojo aún no nos ha dejado ver quiénes realmente somos.  O, quizás, tengamos miedo de ver qué tan distintas son las cosas cuando encaramos el mundo juntos. Porque el dolor y la frustración ciegan, y no podemos vernos.
 Sin embargo, me detengo y pienso, que usted siempre me dice lo mismo: "nos vemos"

sábado, 13 de octubre de 2012

Quiero


Quiero que mi pasión se fusione con el núcleo de tu espíritu, y así lograr que estalle esa cripta de silencio con que envolviste la fuerza de tu ser.  Y que te liberes, y me liberes.
Quiero que me abraces, y te “abrases” con ese amor dormido en el que, hace tiempo, vos y yo, cada uno en un mundo diferente, fue dejando de creer.
Atravesados por la frustración y el cansancio se fueron congelando nuestros sueños.  Nos fuimos conformando con forzar al presente en un molde forjado con ilusiones postergadas. En senderos distintos, cada uno de nosotros se fue adaptando a la rutina de la resignación, cada vez más lejos de la alegría, cada vez más cerca de la tristeza, ergo, cada vez más distantes del amor.
Tan correctos vos y yo, en nuestros palacios de silencio emocional, nos fuimos quedando mudos.  Y así, con los sentidos anestesiados, deambulábamos por la vida.
Pero nuestra esencia es fuego, y todavía lo sabemos. 
Sabemos que en este instante estamos enfrentados, es decir, frente a frente. Sabemos que nuestro peregrinar nos puso uno ante el otro para que, por fin, seamos capaces de avanzar hacia nosotros mismos, definitivamente.
Por eso, quiero que mi pasión se fusione con el núcleo de tu espíritu, y así lograr que estalle esa cripta de silencio con que envolviste la fuerza de tu ser.  Y que te liberes, y me liberes.  Quiero que caiga todo velo, se quiebre toda cadena, porque me siento viva cuando te tengo cerca y quiero que, después de tanto tiempo, te atrevas a sentirte vivo vos también.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Diálogos


    Algunas veces, mientras hablamos por las mañanas, usted me mira, y su mirada no coincide con el discurso verbal que me dirige.
    Entonces yo, que lo miro atenta cuando me habla, empiezo a transitar alternativamente entre sus palabras y el lenguaje de sus ojos.  En ese instante mis oídos pugnan por permanecer atentos, pero mi piel se aleja de su voz y prefiere escuchar ese metalenguaje que la convoca y la invita a desperezarse aduciendo que hay otros diálogos posibles, que lo verbal confunde, que cada palabra que su boca pronuncia es un triste ladrillo del muro que levanta para que su piel no se descontrole y se adhiera a mis ansias.
    Entonces pienso en un lenguaje alternativo para comunicarnos, para que usted al fin me encuentre sin ambigüedades.  Imagino crear un poema que se pudiera expresar con mi piel.  Ser algo así como aquellas modelos de Klein, embebida en el color de un deseo que selle lo que usted despierta en mí, sobre un lienzo que pueda desplegarse en ese mismo muro que levanta.  Y me pregunto con qué color podría expresar ese deseo.  Y veo, justamente, tal como en aquellas obras, el color de sus ojos que me impregnan.  Y entiendo que está todo dicho, que la comunicación se ha establecido.
    Es en ese momento en que alguna razón lejana me indica que debo retomar el diálogo verbal que sosteníamos.  Y utilizo palabras, frases convencionalmente ambiguas que usted detecta al vuelo como tales.  Entonces es su boca la escindida porque, en lugar de continuar con el formal discurso cotidiano, me sonríe.  Y la complicidad de su sonrisa nos empuja a los dos al mismo nivel de diálogo y los muros formales se destrozan.  Y todo vuelve a comenzar.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Duelos



La vida transcurre cotidiana
hasta que un día,
uno de esos días
en que parece,
si hay sol,
que lo hubieran colgado de una tanza
de tan artificial y burdo que se muestra;
o que, si está nublado
se confunde el cielo con el alma,
sucede, que la puerta del destino
se entreabre
          y se cuela un frío gélido.
Se estremece el cuerpo desde
los tobillos a la nuca
y se cubre el corazón de esparadrapos.
Entonces, la mano huesuda
te palmea en el hombro
y se escucha
       en el medio de la frente
 “¿Cómo estás? No te olvides
             que estoy
y así como esta vez
vengo por él,
mañana serás vos, es ley.
Y me llevo de a una
las piezas
                   del rompecabezas
que es tu vida.”
Y, obvio, te duele
cómo no va a doler
si te sacó un pedazo
una parte de vos,
hilo de vida, de su,
de tu vida
que hasta hoy
transcurría cotidiana.

Brasas

    Una brasa que temía extinguirse demasiado pronto, buscó fuego en el calor de otra brasa que estaba a su lado.  Se acercó para encenderse, para que ardieran juntos el tiempo que durara el chisporroteo.
    La otra brasa la sintió tan cerca que comenzó a arder.  Y ese renovado ardor hizo que los cuerpos de ambos cedieran y el alma de sus fuegos quedó expuesta.
    Entonces, ambas brasas entendieron que estaban destinadas a mucho más que compartir las chispas del final.
    Brillaron, más que nunca.  Se iluminaron, y su ardor dio calor a todo alrededor.
    Brillaron y se encendieron, y fue tan intenso que entendieron que su destino era compartir la eterna construcción de un nuevo fuego, capaz de renovarse cada día.

martes, 7 de agosto de 2012

Re-descubrimiento

   Se miraron sin verse tantos años que, el día que se descubrieron uno en las pupilas del otro, se desconocieron por completo. 
   Entonces, empezaron a mirarse cada vez que podían.
   Y fue así que cada uno de ellos aprendió a buscarse en esos otros ojos y a disfrutar de hacerlo.
    Pero la luz de los ojos al mirarse tenía un brillo como no se puede igualar en este mundo.
   Por eso, supieron que todo ese tiempo habían estado buscándose el uno al otro, sin saber que estaban viéndose.
   Y así, no tuvieron más remedio que abrazarse hasta fundirse en la luz que los unía...

Ubicación de las cargas

     Algunos días se siente agobiada. Ese día, por ejemplo, le pareció que, por error, alguien puso un piano en su mochila. Entonces comprendió "alguien puso un piano". Es decir, no fue ella. Es más, ella se levantó con las mismas ganas de siempre, con la misma esperanza de universo pacífico de cada mañana, con voluntad literaria, con ansias de ternura, con abrazos de madre para dar.
    Pero de alguna manera, o de muchas, en un momento del día registró ese peso angustioso de piano en la mochila, de nubes grises, de frío en los pies, de dolor de cabeza, de...
    Entonces, decidió que si el piano no era suyo no-era-su-piano. Y, ya que estaba, tiró la mochila a un costado.            Después, como se sintió liviana, dio unos saltitos por la vereda mientras apuraba el paso. Y, ya que estaba, pisó dos o tres hojas doradas de otoño que con su crujir la hicieron más liviana todavía. Y eligió la vereda soleada que en mayo tiene aromas de infancia volviendo de la escuela al mediodía... Entonces, ahí no más, tuvo un arrebato de ternura hacia sí misma y aceleró hasta el pequeño local que ostentaba un antiguo cartel de "librería" y vio brillante y generoso un libro de Galeano. Se lo dio emocionada a la vendedora quien le preguntó si lo quería envolver para regalo. Le dio las gracias y le dijo que sí, pero que era un regalo para ella misma, así que sólo le pusiera una bolsita.
    Caminó con emoción pueril con su librito, se compró un bombón de chocolate y menta y se sintió feliz. Después, empezó a silbar bajito. Acababa de entender que, a veces, los pianos aunque sean pesados, si sabemos ubicarlos donde deben estar, nos pueden terminar haciendo descubrir hermosas melodías.

viernes, 22 de junio de 2012

Comienzo


    Desorientada, aturdida, agobiada.  Escapándole una vez más a la Muerte.   Mirando sobre el hombro a cada instante para asegurarse que no está detrás de ella, respirándole en el cuello con su aliento húmedo y agrio, como el olor que inunda los pasillos que rodean los nichos, en el cementerio.
    Sola, como nunca, como siempre.  Es increíble la conciencia de soledad que le dieron estas situaciones.  Como dicen las ancianas del pueblo “solos venimos y solos nos iremos”.  Y ha tomado conciencia de lo cierto que es esto en las noches solitarias de los hospitales, cuando las enfermeras terminan de pasar fluidos que arden a través de las venas y se alejan apagando la luz o dejándola prendida (y en ese caso hay que volver al llamarlas), cuando entrecierran la puerta y sólo se filtra un haz de luz suficiente para ver en la habitación las siluetas de las puertas del baño, del sostén de los sueros, de las sillas vacías junto a la cama.
    Sola, soportando agujas, diagnósticos, pronósticos, resultados…
    Parece que logró escapar una vez más.  Volvió a escurrírsele. A pocos centímetros pasó del filo nuevamente.  Pero algo, que aún no puede precisar, esta vez le llevó.
    Por eso está así, como perdida, como en un limbo. 
    En este espacio que es la resultante de la pérdida de tantos espacios, hay un haz de luz difusa que ilumina parcialmente las imágenes.  Necesita acercarse a ciertas siluetas frágiles que se mueven y la necesitan.  Pero para poder alcanzarlos como debe, tiene que esquivar ciertos escollos.  Y hay un peso que se afirma reteniéndole las piernas.  Es necesario liberarse de esas cargas…
   Entonces, abre los ojos.  Está nuevamente en su casa.  Ha escapado y no hay anuncios mortuorios ni mortificantes a la vista. 
    Se ha puesto de pie.  Ya nada es lo mismo.  Toda certeza de antaño ha desaparecido.  Toda especulación es relativa.  Se ha quebrado hasta la última certidumbre. 
    Cuando estaba a punto de dar el paso hacia el abismo, levantó la mirada. 
     Descubre el color del cielo.  Es tan celeste como jamás lo había visto. 
    Entonces, desaparecen las cadenas.  Se siente tan etérea como nunca.  Se eleva.  Está libre.  Para siempre.  Para siempre.  Va en busca del cielo.  Nada la podrá detener.  Nadie. Nunca.  Jamás.

lunes, 2 de abril de 2012

Homenaje a los “Héroes – víctimas” de Malvinas.



Hace algunos años,  en una de las escuelas en que trabajé, me pidieron que me hiciera cargo de las palabras alusivas al Día del Veterano de Guerra.  Es muy difícil expresar los pensamientos y emociones que acuden a mi mente cuando pienso en aquellos muchachitos de entonces, mientras observo silenciosa a mis alumnos de hoy, muchos de la misma edad, con sus juegos ingenuos, sus movimientos desarticulados de adolescentes plenos, a los que les cuesta asumir un cuerpo en evolución frenética y constante.  Los veo jugar de manos con torpeza, reírse de todo, desarmarse de pie frente a las muchachas que les pasan por delante.  Son niños confundidos en cuerpos que empiezan a tomar forma de hombre.  Y así eran aquellos que murieron de frío, de hambre, de balas y granadas, de locura de guerra.  Cómo no estremecerse, cómo no tener un nudo en la garganta, cómo no enmudecer.  Entonces recordé mi propia historia en esos días y escribí esto que, con algunas modificaciones propias de los años que pasaron, hoy quiero compartir con ustedes.

Hace treinta años, una mañana de abril, los argentinos amanecimos con la noticia de que nuestras tropas se habían embarcado en la empresa de recuperar aquellas lejanas islas que un siglo y medio atrás los  británicos habían usurpado.
Muchos se llenaron de un patriótico orgullo que parecía anestesiado a fuerza de años de gobiernos de facto, de persecución y muerte.
Las banderas flameaban ondulantes y el espíritu de la argentinidad enardecido.
En las escuelas se entonaban himnos y se recitaban a voz en cuello poesías alusivas a las islas “hermanitas perdidas” del territorio continental desde donde las mirábamos enceguecidos.
En esos días de comunicados de guerra por televisión, radio y en los diarios, una niña de nueve años llegó con una banderita en mano del colegio y encontró a su padre, un obrero ferroviario humilde de carácter firme y palabra segura llorando acongojado con la mirada perdida tal vez en un austral horizonte lejano.
-                     ¿Por qué llorás papá? ¿Qué pasó? ¿Pasa algo?
-                     Lloro porque son pibes.  Están matando a los pibes.  No saben lo que hacen, son criaturas, se van a morir entre el frío y las balas…
Esa niña no entendió al principio.  Se sintió contrariada. ¿Por qué si en la calle y en todos lados mostraban la guerra como algo casi hermoso, imposible de no tener el final esperado, ese padre siempre preciso, tan admirado, le decía lo contrario?
A los nueve años la vida es tan bella.
Pero el tiempo fue mostrándole qué tan cierto era aquel llanto.  Cuando las noticias fueron apagándose, cuando se aceptó la derrota, cuando Doña Conce’, la almacenera, cerró su negocio para cuidar a su hijo que había sido soldado. “Pero si volvió entero…” decían; a otros les faltaban piernas, brazos…
De la guerra no se vuelve entero jamás.  Y ese muchacho de menos de veinte años volvió devastado.
Y después, con los años, el olvido.  Y esos pibes con cara de ancianos envejecidos a fuerza de muerte, deambulaban por trenes y calles pidiendo limosna sin reconocimiento alguno por lo que habían pasado.
Hoy les han  dado pensiones pero algo nos debe  quedar en claro: nada puede compensar lo que han sufrido.  Una guerra nunca se gana, no importa el resultado.  Y menos donde pelean niños como eran nuestros soldados.
Han pasado treinta años, y aquella niña es quien hoy les está hablando.  Y hace mucho tiempo que aprendí cuán válido era el llanto de mi padre.
Las islas son nuestras, no debemos olvidarlo.
Pero jamás debemos dejar de recordar a nuestros héroes, nuestros jóvenes que no volvieron, los que se murieron acá porque no lo soportaron. 
Para mí, este día debe ser otro día de memoria, porque un país que no valore la sangre derramada por sus hijos sólo puede vivir en el pasado.

Claudia Marcela Rodríguez

miércoles, 25 de enero de 2012

Un hombre bajito, moreno…




Érase una vez un hombre
bajito             moreno
de franca sonrisa
de fácil palabra.
Jinete en acero
los rieles surcaba
veloz como el viento
sus “monstruos” guiaba.

Ya desde niñito
                              el campo habitaba
y cuando, silbando,
ella se acercaba:
enorme, mulata,
vapores de leño
que la propulsaban…
Él, feliz, en éxtasis,
Pronto le juraba:
“¡Voy a conducirte!
¡Te doy mi palabra!”

Y así, un verano,
ya de citadino
empezó a cortejarla.
Primero peón,
fogonero luego
Y ¡al fin! “maquinista”.
Conductor, rezaba
un carnet lustroso
que certificaba
aprobado examen,
¡podía guiarla!.

Ella fue cambiando
sus formas cuadraba;
apagó sus leños,
cambió el miriñaque
por frenos circulares
que agua disparaban
si algún conductor
mal la estacionaba.
Y el hombre bajito,
moreno,
de franca sonrisa
de fácil palabra
se adaptó a los cambios
de tanto que amaba,
supo acompañarla.

Los motores Diesel
noches desvelaban
pero el hombrecito
no se aminoraba
y feliz, y presto
todo lo estudiaba.

Así, cabalgando
libre, apasionado
hasta el mar la guiaba.
Ella fue cambiando…
la otrora mulata
cambió por el rojo
y amarillas franjas.
Él iba, venía,
por Altamirano,
hasta Mar del Plata.
Cruzaba Las Flores
donde los hermanos
siempre lo esperaban.

Y llegó el otoño
que no perdonaba.

El hombre bajito, moreno,
ya canas peinaba
y el Estado presto
lo invitó cortés a
que se retirara.

Él cerró los ojos
apretó los puños
y no dijo nada.
Se fue caminando
como si se ahogara.
Se le cerró el pecho
Cual si lo apretaran.

Como cuando niño
empezó a mirarla
cruzando caminos,
altiva, gallarda.
Y empezó a llorarla.

De noche soñaba,
las horas pasadas
y  mientras dormía
al aire paladas
de carbón lanzaba.

Como entre sus sueños
él la acariciaba,
se fue adormeciendo
y así, sin palabras,
una tarde fría
de agosto quedaban
sus negras pupilas
por siempre
                       guardadas.

Un hombre bajito, moreno,
de sonrisa franca
y fácil palabra
conductor de trenes
jinete de sueños
las vías surcaba,
feliz como nadie
a su locomotora
este hombre amaba.

Yo que soy su hija,
que lo vi extrañarla
puedo asegurarlo
se durmió soñando
volver a abrazarla.

lunes, 23 de enero de 2012

Lluvia

Miro la lluvia.  Detrás de la ventana observo la constante danza sobre el suelo.  Pequeñas, grandes gotas que caen y se funden en los charcos que se expanden.  No es una de esas lluvias firmes, cortantes, que pinchan cuando rozan la piel.  Es una lluvia monótona, triste, como un deslizar de lágrimas del cielo.
Me pregunto si estarás viendo esta misma lluvia que yo miro.  Me pregunto si estarás escuchando esta misma lluvia que yo escucho sollozar sobre mi techo, deshacerse, deslizarse por los surcos del tejado e ir a morir sonando deslucida y lenta en el desagüe.
Y si me lo pregunto, no es porque hace ya muchos años que no te veo.  Y si me lo pregunto no es porque te vi esta tarde, pero ahora te sé en la otra punta de la ciudad, en otra vida, tal vez bajo otros cielos.
Si me pregunto si estarás viendo esta misma lluvia que yo veo, es porque sé que estás aquí, aquí a mi lado.
Porque sé que estás conmigo, a un centímetro del roce de mi cuerpo y a mil kilómetros de mi silencio.
Y prefiero seguir viendo la lluvia aunque no sepa si vos la estás mirando.  Tal vez estés dormido, o tal vez escribiendo o leyendo.  Quizás mantengas una conversación silenciosa con alguno de esos demonios que suelen acecharte, herirte, perforarte cuando empezás a disfrutar de la paz de las tardes.  O tal vez estés paseando abrazado a un recuerdo de otras formas lejanas y perdidas.  O puede ser que estés corriendo con los brazos abiertos detrás de alguna promesa sin temor alguno de mojarte o caerte.  Yo no lo sé.
Afuera sigue lloviendo con el mismo persistente ritmo.  Me pregunto si estarás mirando la misma lluvia que yo miro.  Estás a un instante de mí.  Estamos a un instante de reencontrarnos y abrazarnos y fundirnos en nosotros. Estamos tan cercanos.  Pero yo, yo no me animo a preguntarte.

miércoles, 18 de enero de 2012

Regresos I



I
Caía la tarde cuando decidí recorrer con mi hija las calles de mi infancia.  Estábamos en aquella ciudad por otras causas, pero decidí caminar como quien emprende un salto a otros espacios, dimensiones y hasta tiempos, si es que acaso esto fuera posible. Cada baldosa de cada vereda era un ir y venir por un puente que agitaba instantes de más de veinte años de ausencias.  De pronto, una sensación de extrañamiento me invadió y comprendí que sólo me faltaba para llegar una cuadra; pero aquella calle tan familiar en una época, era ahora un sitio totalmente desconocido para mí.  Busqué casi a tientas el negocio de aquel viejo Don León, la persiana grisácea manchada de añares, los viejos diarios de escritura hebrea con que envolvía alguno de los novecientos noventa y nueve mil artículos que el cartel orgulloso anunciaba que vendía. Con dolor, no pude distinguir cuál era de todos los lujosos portones nuevos el que reemplazaba la vieja fachada.  Pobre León, usar exclusivamente aquellos diarios era, tal vez, una forma de poner en palabras todo aquello que no podía o no sabía contar a sus clientes, el dolor de la guerra, de los campos macabros, la familia perdida.  Cada hoja brindada al pasar, como envoltorio, podía ser una forma silenciosa de presentación, un pedido de ayuda si alguien se animara, si alguien preguntara...
Entonces, estábamos de nuevo ante una bocacalle, la última antes de llegar a lo que alguna vez fuera una plaza. Una pequeña plazoleta cerrada durante años, rodeada de acacias amarillas, altísimas, con un alambrado que ponía límite a nuestros ojos de niños ávidos por acceder a esos bancos antiguos, de cemento, tan cercanos y a la vez inaccesibles en los que a tantas cosas hubiéramos jugado.
Por supuesto que ya no había ni alambres ni acacias ni plazas.  Una casa enorme rodeada de paredones resecos de ladrillos sin pintar.  Y fue entonces, cuando traté de apartar la vista de los muros endurecidos, que divisé la vieja verdulería de Lito, y vi que estaba decapitada.  Recientemente alguien había derrumbado su techo, junto con el de la casa de doña Rosa hacia un lado, y la casa de alquiler donde vivía mi tía Elena  hace unos años.  Quién sabe qué proyecto cobrará vida en el lugar.
Entonces, me llegó como a través del tiempo la voz de mi hija que, evidentemente por segunda o tercera vez reclamaba "Mamá, te pregunté dónde vivías".
Aferré su mano y crucé la calle, caminé más lento y me detuve al ver que mis queridos árboles de paraíso ya no existían.  Balanceé varias veces los ojos, buscando como si no fuera posible, porque me pareció que no era esa la calle, las veredas eran para mí mas anchas, con mucho pasto, y con mis árboles.  Tanto disfrutaba corriendo por ellas cuando niña, registrando con mis manos cada textura para así jamás olvidarme de nada.  Y ahora, nada, era lo que quedaba.  Como una caricia consoladora me llegó el ver que aún estaban las baldosas rosadas de entonces.  Todo había cambiado.  La humilde casa que combinaba, como mi padre podía y su magro sueldo permitía, cemento madera y chapas inclusive acartonadas, había desaparecido.  Una imponente construcción de dos plantas se enseñoreaba pisoteando mis recuerdos.  Sólo en un rincón, como si alguien se hubiera apiadado del pasado estaba la pared intacta del dormitorio de mis padres, la reja usada que papá compró cuando el barrio dejaba de ser seguro para proteger el ventanal con la vieja persiana de madera que también estaba.  La misma reja de la que mi padre había enganchado el cartel de venta "Dueño vende esta propiedad".  Dos veces volví de la mano de mi niña antes de irnos.  Quería guardar para siempre, para lo que quede, la imagen de esa ventana. 
En ese momento mi niña se detuvo. Y mi hija, comprendiendo, soltó mi mano para abrazarme fuerte y decirme "Es hermosa tu casa".  Le respondí que mi casa no era así, que la habían cambiado muchísimo, que sólo quedaba la ventana.  Entonces me dijo "Es hermosa la ventana mamá, te quiero".  Fue el momento en que supe que soy definitivamente afortunada.