Hace algunos años, en una de las escuelas en que trabajé, me pidieron que me hiciera cargo de las palabras alusivas al Día del Veterano de Guerra. Es muy difícil expresar los pensamientos y emociones que acuden a mi mente cuando pienso en aquellos muchachitos de entonces, mientras observo silenciosa a mis alumnos de hoy, muchos de la misma edad, con sus juegos ingenuos, sus movimientos desarticulados de adolescentes plenos, a los que les cuesta asumir un cuerpo en evolución frenética y constante. Los veo jugar de manos con torpeza, reírse de todo, desarmarse de pie frente a las muchachas que les pasan por delante. Son niños confundidos en cuerpos que empiezan a tomar forma de hombre. Y así eran aquellos que murieron de frío, de hambre, de balas y granadas, de locura de guerra. Cómo no estremecerse, cómo no tener un nudo en la garganta, cómo no enmudecer. Entonces recordé mi propia historia en esos días y escribí esto que, con algunas modificaciones propias de los años que pasaron, hoy quiero compartir con ustedes.
Hace treinta años, una mañana de abril, los argentinos
amanecimos con la noticia de que nuestras tropas se habían embarcado en la
empresa de recuperar aquellas lejanas islas que un siglo y medio atrás los británicos habían usurpado.
Muchos se llenaron de un patriótico orgullo que parecía
anestesiado a fuerza de años de gobiernos de facto, de persecución y muerte.
Las banderas flameaban ondulantes y el espíritu de la
argentinidad enardecido.
En las escuelas se entonaban himnos y se recitaban a voz en
cuello poesías alusivas a las islas “hermanitas perdidas” del territorio
continental desde donde las mirábamos enceguecidos.
En esos días de comunicados de guerra por televisión, radio y
en los diarios, una niña de nueve años llegó con una banderita en mano del
colegio y encontró a su padre, un obrero ferroviario humilde de carácter firme
y palabra segura llorando acongojado con la mirada perdida tal vez en un
austral horizonte lejano.
-
¿Por
qué llorás papá? ¿Qué pasó? ¿Pasa algo?
-
Lloro
porque son pibes. Están matando a los
pibes. No saben lo que hacen, son
criaturas, se van a morir entre el frío y las balas…
Esa niña no entendió al principio. Se sintió contrariada. ¿Por qué si en la
calle y en todos lados mostraban la guerra como algo casi hermoso, imposible de
no tener el final esperado, ese padre siempre preciso, tan admirado, le decía
lo contrario?
A los nueve años la vida es tan bella.
Pero el tiempo fue mostrándole qué tan cierto era aquel
llanto. Cuando las noticias fueron
apagándose, cuando se aceptó la derrota, cuando Doña Conce’, la almacenera,
cerró su negocio para cuidar a su hijo que había sido soldado. “Pero si volvió
entero…” decían; a otros les faltaban piernas, brazos…
De la guerra no se vuelve entero jamás. Y ese muchacho de menos de veinte años volvió
devastado.
Y después, con los años, el olvido. Y esos pibes con cara de ancianos envejecidos
a fuerza de muerte, deambulaban por trenes y calles pidiendo limosna sin
reconocimiento alguno por lo que habían pasado.
Hoy les han dado
pensiones pero algo nos debe quedar en
claro: nada puede compensar lo que han sufrido.
Una guerra nunca se gana, no importa el resultado. Y menos donde pelean niños como eran nuestros
soldados.
Han pasado treinta años, y aquella niña es quien hoy les está
hablando. Y hace mucho tiempo que
aprendí cuán válido era el llanto de mi padre.
Las islas son nuestras, no debemos olvidarlo.
Pero jamás debemos dejar de recordar a nuestros héroes,
nuestros jóvenes que no volvieron, los que se murieron acá porque no lo
soportaron.
Para mí, este día debe ser otro día de memoria, porque un
país que no valore la sangre derramada por sus hijos sólo puede vivir en el
pasado.
Claudia
Marcela Rodríguez
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