lunes, 2 de abril de 2012

Homenaje a los “Héroes – víctimas” de Malvinas.



Hace algunos años,  en una de las escuelas en que trabajé, me pidieron que me hiciera cargo de las palabras alusivas al Día del Veterano de Guerra.  Es muy difícil expresar los pensamientos y emociones que acuden a mi mente cuando pienso en aquellos muchachitos de entonces, mientras observo silenciosa a mis alumnos de hoy, muchos de la misma edad, con sus juegos ingenuos, sus movimientos desarticulados de adolescentes plenos, a los que les cuesta asumir un cuerpo en evolución frenética y constante.  Los veo jugar de manos con torpeza, reírse de todo, desarmarse de pie frente a las muchachas que les pasan por delante.  Son niños confundidos en cuerpos que empiezan a tomar forma de hombre.  Y así eran aquellos que murieron de frío, de hambre, de balas y granadas, de locura de guerra.  Cómo no estremecerse, cómo no tener un nudo en la garganta, cómo no enmudecer.  Entonces recordé mi propia historia en esos días y escribí esto que, con algunas modificaciones propias de los años que pasaron, hoy quiero compartir con ustedes.

Hace treinta años, una mañana de abril, los argentinos amanecimos con la noticia de que nuestras tropas se habían embarcado en la empresa de recuperar aquellas lejanas islas que un siglo y medio atrás los  británicos habían usurpado.
Muchos se llenaron de un patriótico orgullo que parecía anestesiado a fuerza de años de gobiernos de facto, de persecución y muerte.
Las banderas flameaban ondulantes y el espíritu de la argentinidad enardecido.
En las escuelas se entonaban himnos y se recitaban a voz en cuello poesías alusivas a las islas “hermanitas perdidas” del territorio continental desde donde las mirábamos enceguecidos.
En esos días de comunicados de guerra por televisión, radio y en los diarios, una niña de nueve años llegó con una banderita en mano del colegio y encontró a su padre, un obrero ferroviario humilde de carácter firme y palabra segura llorando acongojado con la mirada perdida tal vez en un austral horizonte lejano.
-                     ¿Por qué llorás papá? ¿Qué pasó? ¿Pasa algo?
-                     Lloro porque son pibes.  Están matando a los pibes.  No saben lo que hacen, son criaturas, se van a morir entre el frío y las balas…
Esa niña no entendió al principio.  Se sintió contrariada. ¿Por qué si en la calle y en todos lados mostraban la guerra como algo casi hermoso, imposible de no tener el final esperado, ese padre siempre preciso, tan admirado, le decía lo contrario?
A los nueve años la vida es tan bella.
Pero el tiempo fue mostrándole qué tan cierto era aquel llanto.  Cuando las noticias fueron apagándose, cuando se aceptó la derrota, cuando Doña Conce’, la almacenera, cerró su negocio para cuidar a su hijo que había sido soldado. “Pero si volvió entero…” decían; a otros les faltaban piernas, brazos…
De la guerra no se vuelve entero jamás.  Y ese muchacho de menos de veinte años volvió devastado.
Y después, con los años, el olvido.  Y esos pibes con cara de ancianos envejecidos a fuerza de muerte, deambulaban por trenes y calles pidiendo limosna sin reconocimiento alguno por lo que habían pasado.
Hoy les han  dado pensiones pero algo nos debe  quedar en claro: nada puede compensar lo que han sufrido.  Una guerra nunca se gana, no importa el resultado.  Y menos donde pelean niños como eran nuestros soldados.
Han pasado treinta años, y aquella niña es quien hoy les está hablando.  Y hace mucho tiempo que aprendí cuán válido era el llanto de mi padre.
Las islas son nuestras, no debemos olvidarlo.
Pero jamás debemos dejar de recordar a nuestros héroes, nuestros jóvenes que no volvieron, los que se murieron acá porque no lo soportaron. 
Para mí, este día debe ser otro día de memoria, porque un país que no valore la sangre derramada por sus hijos sólo puede vivir en el pasado.

Claudia Marcela Rodríguez

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