Verba de mamba

Alguna vez, conversando con mi analista , comenté la idea de llevar adelante una página en la que pudiera volcar todas aquellas emociones que, en diferentes circunstancias de la vida, afloran en mí poniéndome en una vereda totalmente opuesta a aquel ideal de mujer ama de casa, abnegada madre, sumisa esposa, condescendiente hija, buena vecina y ciudadana obediente que históricamente trataron de inculcarnos.  Y cuando digo "en la vereda totalmente opuesta" no me refiero a esos momentos de angustia existencial que todas atravesamos en los que quisiéramos simplemente abrir la puerta y huir hacia donde nos lleve el viento (en el caso de que el viento sea un buen huracán y se dirija al otro extremo del mundo mirando desde el cordón de la vereda de casa).  Me refiero a emociones poderosas, viscerales en las que, por lo general, termino generando borbotones de ira lingüística con los que, con magistral prolijidad, envuelvo a toda la rama femenina de la familia de quien me haya generado el disgusto, al tiempo que quienes me rodean ensayan muecas que van desde el odio hasta el espanto o la desesperación dependiendo del grado de participación que tengan con lo que me está pasando.

En ese momento, el de la charla de diván, yo sentía una culpa bastante importante por tales arrebatos de furia porque entendía que, con cada uno de ellos, me alejaba un poco más de ese ideal femenino del que antes hablaba.  Tratando de explicar lo más claramente esa sensación, busqué recurrir a una imagen contundente de la mujer-madre-esposa culturalmente avalada y fue entonces, en ese preciso instante, en el que la iluminación se hizo presente de manera sustancial y sorprendente ya que de sí misma surgió la vuelta de tuerca necesaria para revolear por el aire la culpa mojigata, desatar el lazo, y abrir de una vez la puerta.  Porque la imagen que se hizo presente fue la de Hera, mujer y (sí, estos griegos...) hermana de Zeus, divinidad protectora del matrimonio, los partos, etc.  La gran ama de la gran casa...  Hera, Hera... Hera era una mamba!!! Una mamba negra, la más astuta, retorcida y mortífera de todas las serpientes.  Capaz de planear y ejecutar de las formas más psicopáticas posibles actos que la resarcieran de las humillaciones varias a las que pudiera ser sometida cotidianamente en el Olimpo.  Hembra arrebatada que por dejarse llevar por el impulso terminaba haciendo daño a todo aquel que se le cruzara menos, en general, al verdadero culpable (si es que se persiste en ponerle la culpa encima al otro, por no tomar el áspero camino de asumir las propias responsabilidades).
Entonces, ¿por qué hacernos mala sangre si de vez en cuando se nos sale de eje la integridad social y se nos escapa la Violencia  Rivas que todos llevamos dentro?
Una vuelta de tuerca más, mejor...
¿Y si en vez de vociferar a vos en cuello pudiera utilizar la astucia para poner en palabras aquellas emociones pero de manera tal que permitieran, una vez más, transmutar lo negativo en algo positivo para la salud?

Esa era la clave.  Ahí estaba la llave.  La mujer ideal no existe.  Es un invento del hombre para cargarnos la mochila de culpa que nosotras con gran entusiasmo nos ponemos en el hombro cuando queremos llenarnos de frustración y vacío.  La protectora del matrimonio era una fiera y jamás, evidentemente, pudo cumplir con su misión ya que ni siquiera podía tener quieto al marido propio.
Yo no soy ni quiero ser una Hera, pero sé tener verba de mamba.  Ahora bien, en lugar de derramar ponzoña a diestra y siniestra, ¿por qué mejor no usar la inteligencia para alquimizar la ira y convertirla en risa? ¿Por qué no poner en palabras los sucesos de manera tal que nos permitan verlos desde una perspectiva más sana, sobre todo para quien los padece?
Este es ese espacio. Trataré de ponerle a mis palabras la astucia y no el veneno.  Ahora permiso, me voy a mi cestita.


Día de miércoles...


Tenía dos opciones: volver a salir o quedarme en casa. 
 Es cierto que la casa no me había resultado de lo más acogedora en lo que iba del día.  Habíamos arrancado la jornada con el botón del depósito del baño  en franca rebeldía.  El condenado adminículo, tan adecuado a la hora de renegar de nuestras producciones menos escatológicas, se había empacado en independizarse del resto del equipo para dar rienda suelta a un torrente vertical que se despeñaba por detrás del inodoro para luego deshacerse en un charco sin cause posible con dirección a la rejilla bajo el lavatorio.  Es decir, inundando en pocos segundos todo el baño, dadas las curiosas dimensiones del mismo (y digo "curiosas" porque son realmente singulares, quien las conoce puede dar fe, pero mejor reservarlas para otro escrito).
Así las cosas, había tenido que pasar el secador de piso unas treinta veces antes de llegar al momento de tomar la decisión de abandonar mi morada o arriesgarme a seguir chapoteando en el baño.  Es verdad que podía haberle pedido a mi consorte que arreglara el perverso botoncito antes de irse a cumplir sus obligaciones laborales, pero el pobre ya había pasado un buen rato el día anterior haciendo un cuerpo a cuerpo contra el depósito entero que, en ese momento, volcaba sin cesar el agua hacia adentro transformando el inodoro en una suerte de fontana posmoderna. En ese momento sentí que reclamarle un nuevo arreglo era como echarle en cara el fracaso anterior y las cosas no venían como para verterle en el rostro más que un besito de "hasta luego".
Pero bien, ya eran las cinco de la tarde, había una temperatura de más de treinta y cinco grados y recién volvía de llevar al más chiquito de mis vástagos a su control pediátrico.  Debí haber recordado el consejo que una vez me diera mi analista "nunca lleves a más de un hijo cuando vas al consultorio del pediatra".  Claro, en ese momento era una intervención irónica porque a mí se me había ocurrido llevar a mi hija al médico en compañía de mi madre, y el resultado había sido terriblemente humillante para todos, hasta para el médico.
Pero esta vez, sin opciones, me había lanzado en una odisea familiar con mis dos hijos en una tarde de verano; y le había regalado un pico de estrés a dos remiseros (el de la ida y el de la vuelta), a la pediatra, a la secretaria de la pediatra, a las otras madres que sí habían tenido opciones y me miraban con uno solo de sus niños desde el allá arriba de las superadas, mientras yo trataba, al ras del suelo y con el más chiquito a upa, de detener a la más grande que saltaba y corría desplegando pasos de ballet combinados con movimientos de natación al tiempo que manoteaba cuanto juguete podía de los que encontraba (hasta ese momento) perfectamente ordenados en el consultorio.
Lo terrible es que eso había sido la previa.  Ya habíamos regresado y estábamos a punto de salir para el club porque, justamente, mi hijita mayor tenía su clase de natación. En ese momento sonó el teléfono y era mi consorte, quien quería saber si ya había salido, porque él estaba esperando el colectivo y veía unas nubes "tremendas en el cielo".  Considerando los escasos veinte kilómetros que nos separaban, y  cansada de dar vueltas, respondí firmemente "me quedo". La niña, viendo peligrar su clase, estalló en un llanto tan agudo que no sé si el padre la escuchó por el teléfono o la escuchó a veinte kilómetros.  Lo terrible fue que el hombre se estremeció con el sufrimiento de su hija y me dijo absolutamente convencido "llevala".  Le recordé que yo tenía que ir al médico para mí propio control (sí, aunque suene irónico) y que él tendría que regresar a casa solo con los dos chicos con altas probabilidades de lluvia.  Me dijo que podría hacerlo, que la llevara, que él ya estaba camino hacia el club.
En ese instante tenía dos opciones: volver a salir o quedarme en casa.
Pero elegí salir.  Pedí un remis (es increíble que la gente de esa agencia siga respondiendo los llamados de mi casa) y salimos.  No bien subí al auto, pude ver que las nubes que se aproximaban a gran velocidad del sector sur no eran tremendas, eran horrorosas.  En el instante en que iba a pedirle al chofer que regresara empecé a escuchar cómo mi hija le decía: "Mi mamá no quería traerme, porque yo voy a natación, porque me cambiaron de nivel porque nado muy bien y ahora estoy del lado del escudo y a veces no puedo nadar porque es muy hondo y mi papá me va a ir a ver y le dijo que me lleve y discutieron todo por teléfono y yo lloraba en el medio y entonces me está llevando y pidió un auto y vos viniste..." todo así, de corrido y sin respirar.  Mientras trataba de salir del estupor y, absurdamente, le explicaba al hombre que me miraba con ojos socarrones  por el espejo retrovisor que yo no había discutido con mi esposo y, al mismo tiempo, procuraba de hacer callar a mi hija, descubrí que ya estábamos en la puerta del club y que volver era inútil, y sólo serviría para ratificar públicamente el caos de mi existencia.
Entonces pagué en silencio, descendí del auto e ingresé al natatorio no sin antes padecer las mismas humillaciones cotidianas a las que me somete el sistema de tarjetas magnéticas de ingreso al club cada vez que entro o salgo.
Una vez que la niña se encontraba feliz y saludando desde la piscina, sentí que todo el sacrificio había valido la pena porque no encontraba nada más bello que la sonrisa de mi hija a punto de comenzar a nadar y el abracito cálido de mi bebé a quien sostenía en brazos.
En ese instante sublime, un viento casi sobrenatural se encargó de poner a rodar todo lo que cerca del suelo se encontraba y causó en mí el impacto suficiente como para ponerme de lleno frente a la imagen mental del ventanal de mi habitación abierto de par en par.Casi de inmediato una lluvia torrencial se desplomó sobre la ciudad.  Y lo único que atiné a hacer, fue suplicar a la divina providencia que la dirección del viento fuera contraria a la ventana.  
Justo en ese momento llegaba mi esposo quien, como no podía ser de otra manera, lo primero que hizo fue preguntarme si había cerrado los ventanales.  Después vino un discurso que prefiero-no-recordar-al-pie-de-la-letra. Una mezcla confusa de rumia en voz alta, reto delante de los diez o quince padres que dejaron de ver cómo sus criaturitas les dedicaban monerías desde la piscina para enfocar en la ropa sucia que mi esposo lavaba bajo la lluvia a  voz cantante creyendo que lo musitaba en mi oído, con un par de juramentos de no arreglar nunca más nada y usar todo como queda y sanseacabó.
Le cedí el honor de sostener al querubín que en el medio de todo sonreía, y me alejé silenciosa dispuesta a enfrentar el diluvio que a esa altura se debatía entre castigo de cielo y bendición de los santos, por supuesto que en la exacta medida angular como para meterse de lleno en el dormitorio, arruinar la alfombra y mojar hasta la cama.
De manera increíble, báh, poco creíble porque hay partes de  Argentina que  se parecen cada vez más a Venezuela (pequeña Venecia decían la canción y el libertador ¿no? jijiji), en pocos minutos todo se llenó de agua.  
Y así caminé las tres cuadras que me separaban del consultorio de la médica, para entrar empapada y escuchar a la recepcionista que con su mejor sonrisa me decía "La doctora huyó de la tormenta, hace diez minutos"...
Salí a la vereda y a esa altura tuve que sumergir mis piernas hasta las rodillas para cruzar la calle.  Tomé el colectivo en un estado deplorable tanto física como emocionalmente.  Tal vez por eso, cuando el señor mayor que estaba sentado frente a mí, con un aliento evidentemente etílico me soltó a través de una desdentada sonrisa "Cómo me gusta cuando llueve así, me encantan los timbres arrugados" Yo le respondí estoica y mientras descendía del micro "Como timbre arrugado tenés el pito".

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