miércoles, 18 de enero de 2012

Regresos I



I
Caía la tarde cuando decidí recorrer con mi hija las calles de mi infancia.  Estábamos en aquella ciudad por otras causas, pero decidí caminar como quien emprende un salto a otros espacios, dimensiones y hasta tiempos, si es que acaso esto fuera posible. Cada baldosa de cada vereda era un ir y venir por un puente que agitaba instantes de más de veinte años de ausencias.  De pronto, una sensación de extrañamiento me invadió y comprendí que sólo me faltaba para llegar una cuadra; pero aquella calle tan familiar en una época, era ahora un sitio totalmente desconocido para mí.  Busqué casi a tientas el negocio de aquel viejo Don León, la persiana grisácea manchada de añares, los viejos diarios de escritura hebrea con que envolvía alguno de los novecientos noventa y nueve mil artículos que el cartel orgulloso anunciaba que vendía. Con dolor, no pude distinguir cuál era de todos los lujosos portones nuevos el que reemplazaba la vieja fachada.  Pobre León, usar exclusivamente aquellos diarios era, tal vez, una forma de poner en palabras todo aquello que no podía o no sabía contar a sus clientes, el dolor de la guerra, de los campos macabros, la familia perdida.  Cada hoja brindada al pasar, como envoltorio, podía ser una forma silenciosa de presentación, un pedido de ayuda si alguien se animara, si alguien preguntara...
Entonces, estábamos de nuevo ante una bocacalle, la última antes de llegar a lo que alguna vez fuera una plaza. Una pequeña plazoleta cerrada durante años, rodeada de acacias amarillas, altísimas, con un alambrado que ponía límite a nuestros ojos de niños ávidos por acceder a esos bancos antiguos, de cemento, tan cercanos y a la vez inaccesibles en los que a tantas cosas hubiéramos jugado.
Por supuesto que ya no había ni alambres ni acacias ni plazas.  Una casa enorme rodeada de paredones resecos de ladrillos sin pintar.  Y fue entonces, cuando traté de apartar la vista de los muros endurecidos, que divisé la vieja verdulería de Lito, y vi que estaba decapitada.  Recientemente alguien había derrumbado su techo, junto con el de la casa de doña Rosa hacia un lado, y la casa de alquiler donde vivía mi tía Elena  hace unos años.  Quién sabe qué proyecto cobrará vida en el lugar.
Entonces, me llegó como a través del tiempo la voz de mi hija que, evidentemente por segunda o tercera vez reclamaba "Mamá, te pregunté dónde vivías".
Aferré su mano y crucé la calle, caminé más lento y me detuve al ver que mis queridos árboles de paraíso ya no existían.  Balanceé varias veces los ojos, buscando como si no fuera posible, porque me pareció que no era esa la calle, las veredas eran para mí mas anchas, con mucho pasto, y con mis árboles.  Tanto disfrutaba corriendo por ellas cuando niña, registrando con mis manos cada textura para así jamás olvidarme de nada.  Y ahora, nada, era lo que quedaba.  Como una caricia consoladora me llegó el ver que aún estaban las baldosas rosadas de entonces.  Todo había cambiado.  La humilde casa que combinaba, como mi padre podía y su magro sueldo permitía, cemento madera y chapas inclusive acartonadas, había desaparecido.  Una imponente construcción de dos plantas se enseñoreaba pisoteando mis recuerdos.  Sólo en un rincón, como si alguien se hubiera apiadado del pasado estaba la pared intacta del dormitorio de mis padres, la reja usada que papá compró cuando el barrio dejaba de ser seguro para proteger el ventanal con la vieja persiana de madera que también estaba.  La misma reja de la que mi padre había enganchado el cartel de venta "Dueño vende esta propiedad".  Dos veces volví de la mano de mi niña antes de irnos.  Quería guardar para siempre, para lo que quede, la imagen de esa ventana. 
En ese momento mi niña se detuvo. Y mi hija, comprendiendo, soltó mi mano para abrazarme fuerte y decirme "Es hermosa tu casa".  Le respondí que mi casa no era así, que la habían cambiado muchísimo, que sólo quedaba la ventana.  Entonces me dijo "Es hermosa la ventana mamá, te quiero".  Fue el momento en que supe que soy definitivamente afortunada.

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