I
Caía la tarde cuando decidí recorrer con mi hija las calles
de mi infancia. Estábamos en aquella
ciudad por otras causas, pero decidí caminar como quien emprende un salto a
otros espacios, dimensiones y hasta tiempos, si es que acaso esto fuera
posible. Cada baldosa de cada vereda era un ir y venir por un puente que
agitaba instantes de más de veinte años de ausencias. De pronto, una sensación de extrañamiento me
invadió y comprendí que sólo me faltaba para llegar una cuadra; pero aquella calle
tan familiar en una época, era ahora un sitio totalmente desconocido para
mí. Busqué casi a tientas el negocio de
aquel viejo Don León, la persiana grisácea manchada de añares, los viejos
diarios de escritura hebrea con que envolvía alguno de los novecientos noventa
y nueve mil artículos que el cartel orgulloso anunciaba que vendía. Con dolor,
no pude distinguir cuál era de todos los lujosos portones nuevos el que
reemplazaba la vieja fachada. Pobre
León, usar exclusivamente aquellos diarios era, tal vez, una forma de poner en
palabras todo aquello que no podía o no sabía contar a sus clientes, el dolor
de la guerra, de los campos macabros, la familia perdida. Cada hoja brindada al pasar, como envoltorio,
podía ser una forma silenciosa de presentación, un pedido de ayuda si alguien
se animara, si alguien preguntara...
Entonces, estábamos de nuevo ante una bocacalle, la última
antes de llegar a lo que alguna vez fuera una plaza. Una pequeña plazoleta
cerrada durante años, rodeada de acacias amarillas, altísimas, con un alambrado
que ponía límite a nuestros ojos de niños ávidos por acceder a esos bancos
antiguos, de cemento, tan cercanos y a la vez inaccesibles en los que a tantas
cosas hubiéramos jugado.
Por supuesto que ya no había ni alambres ni acacias ni
plazas. Una casa enorme rodeada de
paredones resecos de ladrillos sin pintar.
Y fue entonces, cuando traté de apartar la vista de los muros
endurecidos, que divisé la vieja verdulería de Lito, y vi que estaba
decapitada. Recientemente alguien había
derrumbado su techo, junto con el de la casa de doña Rosa hacia un lado, y la
casa de alquiler donde vivía mi tía Elena
hace unos años. Quién sabe qué
proyecto cobrará vida en el lugar.
Entonces, me llegó como a través del tiempo la voz de mi
hija que, evidentemente por segunda o tercera vez reclamaba "Mamá, te
pregunté dónde vivías".
Aferré su mano y crucé la calle, caminé más lento y me
detuve al ver que mis queridos árboles de paraíso ya no existían. Balanceé varias veces los ojos, buscando como
si no fuera posible, porque me pareció que no era esa la calle, las veredas
eran para mí mas anchas, con mucho pasto, y con mis árboles. Tanto disfrutaba corriendo por ellas cuando
niña, registrando con mis manos cada textura para así jamás olvidarme de nada. Y ahora, nada, era lo que quedaba. Como una caricia consoladora me llegó el ver
que aún estaban las baldosas rosadas de entonces. Todo había cambiado. La humilde casa que combinaba, como mi padre
podía y su magro sueldo permitía, cemento madera y chapas inclusive
acartonadas, había desaparecido. Una
imponente construcción de dos plantas se enseñoreaba pisoteando mis
recuerdos. Sólo en un rincón, como si
alguien se hubiera apiadado del pasado estaba la pared intacta del dormitorio
de mis padres, la reja usada que papá compró cuando el barrio dejaba de ser
seguro para proteger el ventanal con la vieja persiana de madera que también
estaba. La misma reja de la que mi padre
había enganchado el cartel de venta "Dueño vende esta
propiedad". Dos veces volví de la
mano de mi niña antes de irnos. Quería
guardar para siempre, para lo que quede, la imagen de esa ventana.
En ese momento mi niña se detuvo. Y mi hija, comprendiendo,
soltó mi mano para abrazarme fuerte y decirme "Es hermosa tu
casa". Le respondí que mi casa no
era así, que la habían cambiado muchísimo, que sólo quedaba la ventana. Entonces me dijo "Es hermosa la ventana
mamá, te quiero". Fue el momento en
que supe que soy definitivamente afortunada.
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