Algunas veces, mientras hablamos por las mañanas, usted me
mira, y su mirada no coincide con el discurso verbal que me dirige.
Entonces yo, que lo miro atenta cuando me habla, empiezo a
transitar alternativamente entre sus palabras y el lenguaje de sus ojos. En ese instante mis oídos pugnan por
permanecer atentos, pero mi piel se aleja de su voz y prefiere escuchar ese
metalenguaje que la convoca y la invita a desperezarse aduciendo que hay otros
diálogos posibles, que lo verbal confunde, que cada palabra que su boca
pronuncia es un triste ladrillo del muro que levanta para que su piel no se descontrole
y se adhiera a mis ansias.
Entonces pienso en un lenguaje alternativo para
comunicarnos, para que usted al fin me encuentre sin ambigüedades. Imagino crear un poema que se pudiera expresar
con mi piel. Ser algo así como aquellas
modelos de Klein, embebida en el color de un deseo que selle lo que usted
despierta en mí, sobre un lienzo que pueda desplegarse en ese mismo muro que
levanta. Y me pregunto con qué color
podría expresar ese deseo. Y veo,
justamente, tal como en aquellas obras, el color de sus ojos que me
impregnan. Y entiendo que está todo
dicho, que la comunicación se ha establecido.
Es en ese momento en que alguna razón lejana me indica que
debo retomar el diálogo verbal que sosteníamos.
Y utilizo palabras, frases convencionalmente ambiguas que usted detecta
al vuelo como tales. Entonces es su boca
la escindida porque, en lugar de continuar con el formal discurso cotidiano, me
sonríe. Y la complicidad de su sonrisa
nos empuja a los dos al mismo nivel de diálogo y los muros formales se
destrozan. Y todo vuelve a comenzar.
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