Una brasa que temía extinguirse demasiado pronto, buscó fuego en el calor de otra brasa que estaba a su lado. Se acercó para encenderse, para que ardieran juntos el tiempo que durara el chisporroteo.
La otra brasa la sintió tan cerca que comenzó a arder. Y ese renovado ardor hizo que los cuerpos de ambos cedieran y el alma de sus fuegos quedó expuesta.
Entonces, ambas brasas entendieron que estaban destinadas a mucho más que compartir las chispas del final.
Brillaron, más que nunca. Se iluminaron, y su ardor dio calor a todo alrededor.
Brillaron y se encendieron, y fue tan intenso que entendieron que su destino era compartir la eterna construcción de un nuevo fuego, capaz de renovarse cada día.
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