sábado, 5 de enero de 2013

Angelitos

     Sus pasos no eran firmes todavía la primera vez que lo vio.  Caminaba entre su tía y su abuela, olía a flores frescas, a tierra húmeda. Estaba conociendo una sensación extraña, un sentimiento sobrecogedor al que muchos años después aprendería a nombrar como "siniestro".  Era muy pequeña, demasiado pequeña para entender el estremecimiento que producían en los adultos aquellas pequeñas lápidas.
    Hoy no puede recordar con precisión las palabras que pronunciaron sus mayores.  Sólo recuerda la respuesta a la inocente pregunta "¿Qué es eso?" "Son angelitos".
     No recuerda si fue en ese preciso momento que le explicaron, o tal vez después.  Sólo sabe que al principio creyó que los ángeles, esos seres alados de las estampitas también podían morir, irse al cielo, como su padrino, o como el abuelo que no conoció y que era el motivo de esa visita al camposanto.
     Algunos años después, no demasiados, su madre tenía que salir sola.  Eran esas salidas a las que ella había aprendido (y en las que ella había aprendido) a odiar.  Su madre necesitaba salir sin ella.  La vecina, una de las tantas personas que la cuidaban las veces que su madre debía ir a un médico que no existía, esta vez tenía los ojos rojos de llorar.  Le explicó a la madre que no podía cuidarla, que una desgracia, que usted no sabe, que qué tristeza.  Y la madre dijo, que si pudiera igual, que la llevara, que no había problema, que ella sabía, que el padrino, la abuela, una tía.  Pero usted sabe, esto es distinto, yo llevo a los míos porque no hay otra, casi iba a pedirle a usted, si hoy no podía...  Y, no, yo... imposible, pero no se preocupe, si puede llévelos a todos, yo por el médico, porque para pedir otra fecha, y es por la cabeza que si no...
     Y al final fue la niña con la vecina y los hijos de esa mujer humilde, todos callados, como nunca.  Y tomaron dos colectivos.  Y vio desaparecer las casas floridas y elegantes.  Y vio llegar las casitas de cartón, de chapa o sin revoques.  Y vio la puerta de madera vieja y vio la gente.  Y todos lloraban.
     Y escuchó gemidos con el acento provinciano de la vecina.  Y vio abrazos.  Y vio un cofre blanco.  Y recordó las lápidas del camposanto aquel.  Y lo vio pequeño...
     Los aromas, los colores, las texturas se grabaron para siempre en su memoria.  Igual que los gritos desgarrados de una madre humilde, de aspecto indiano que rodeada de otros hijos acunaba un silencio, un dolor incurable, mientras otras voces, dolidas, resignadas le pedían que lo dejara ir, que lo volviera a recostar en aquel cofre.  Después vino otra imagen, similar a la del campo, y la misma cruz pequeña, y entonces supo definitivamente que el horror existe y deambula por este mundo cerrando los ojos de los niños.

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