miércoles, 25 de enero de 2012

Un hombre bajito, moreno…




Érase una vez un hombre
bajito             moreno
de franca sonrisa
de fácil palabra.
Jinete en acero
los rieles surcaba
veloz como el viento
sus “monstruos” guiaba.

Ya desde niñito
                              el campo habitaba
y cuando, silbando,
ella se acercaba:
enorme, mulata,
vapores de leño
que la propulsaban…
Él, feliz, en éxtasis,
Pronto le juraba:
“¡Voy a conducirte!
¡Te doy mi palabra!”

Y así, un verano,
ya de citadino
empezó a cortejarla.
Primero peón,
fogonero luego
Y ¡al fin! “maquinista”.
Conductor, rezaba
un carnet lustroso
que certificaba
aprobado examen,
¡podía guiarla!.

Ella fue cambiando
sus formas cuadraba;
apagó sus leños,
cambió el miriñaque
por frenos circulares
que agua disparaban
si algún conductor
mal la estacionaba.
Y el hombre bajito,
moreno,
de franca sonrisa
de fácil palabra
se adaptó a los cambios
de tanto que amaba,
supo acompañarla.

Los motores Diesel
noches desvelaban
pero el hombrecito
no se aminoraba
y feliz, y presto
todo lo estudiaba.

Así, cabalgando
libre, apasionado
hasta el mar la guiaba.
Ella fue cambiando…
la otrora mulata
cambió por el rojo
y amarillas franjas.
Él iba, venía,
por Altamirano,
hasta Mar del Plata.
Cruzaba Las Flores
donde los hermanos
siempre lo esperaban.

Y llegó el otoño
que no perdonaba.

El hombre bajito, moreno,
ya canas peinaba
y el Estado presto
lo invitó cortés a
que se retirara.

Él cerró los ojos
apretó los puños
y no dijo nada.
Se fue caminando
como si se ahogara.
Se le cerró el pecho
Cual si lo apretaran.

Como cuando niño
empezó a mirarla
cruzando caminos,
altiva, gallarda.
Y empezó a llorarla.

De noche soñaba,
las horas pasadas
y  mientras dormía
al aire paladas
de carbón lanzaba.

Como entre sus sueños
él la acariciaba,
se fue adormeciendo
y así, sin palabras,
una tarde fría
de agosto quedaban
sus negras pupilas
por siempre
                       guardadas.

Un hombre bajito, moreno,
de sonrisa franca
y fácil palabra
conductor de trenes
jinete de sueños
las vías surcaba,
feliz como nadie
a su locomotora
este hombre amaba.

Yo que soy su hija,
que lo vi extrañarla
puedo asegurarlo
se durmió soñando
volver a abrazarla.

lunes, 23 de enero de 2012

Lluvia

Miro la lluvia.  Detrás de la ventana observo la constante danza sobre el suelo.  Pequeñas, grandes gotas que caen y se funden en los charcos que se expanden.  No es una de esas lluvias firmes, cortantes, que pinchan cuando rozan la piel.  Es una lluvia monótona, triste, como un deslizar de lágrimas del cielo.
Me pregunto si estarás viendo esta misma lluvia que yo miro.  Me pregunto si estarás escuchando esta misma lluvia que yo escucho sollozar sobre mi techo, deshacerse, deslizarse por los surcos del tejado e ir a morir sonando deslucida y lenta en el desagüe.
Y si me lo pregunto, no es porque hace ya muchos años que no te veo.  Y si me lo pregunto no es porque te vi esta tarde, pero ahora te sé en la otra punta de la ciudad, en otra vida, tal vez bajo otros cielos.
Si me pregunto si estarás viendo esta misma lluvia que yo veo, es porque sé que estás aquí, aquí a mi lado.
Porque sé que estás conmigo, a un centímetro del roce de mi cuerpo y a mil kilómetros de mi silencio.
Y prefiero seguir viendo la lluvia aunque no sepa si vos la estás mirando.  Tal vez estés dormido, o tal vez escribiendo o leyendo.  Quizás mantengas una conversación silenciosa con alguno de esos demonios que suelen acecharte, herirte, perforarte cuando empezás a disfrutar de la paz de las tardes.  O tal vez estés paseando abrazado a un recuerdo de otras formas lejanas y perdidas.  O puede ser que estés corriendo con los brazos abiertos detrás de alguna promesa sin temor alguno de mojarte o caerte.  Yo no lo sé.
Afuera sigue lloviendo con el mismo persistente ritmo.  Me pregunto si estarás mirando la misma lluvia que yo miro.  Estás a un instante de mí.  Estamos a un instante de reencontrarnos y abrazarnos y fundirnos en nosotros. Estamos tan cercanos.  Pero yo, yo no me animo a preguntarte.

miércoles, 18 de enero de 2012

Regresos I



I
Caía la tarde cuando decidí recorrer con mi hija las calles de mi infancia.  Estábamos en aquella ciudad por otras causas, pero decidí caminar como quien emprende un salto a otros espacios, dimensiones y hasta tiempos, si es que acaso esto fuera posible. Cada baldosa de cada vereda era un ir y venir por un puente que agitaba instantes de más de veinte años de ausencias.  De pronto, una sensación de extrañamiento me invadió y comprendí que sólo me faltaba para llegar una cuadra; pero aquella calle tan familiar en una época, era ahora un sitio totalmente desconocido para mí.  Busqué casi a tientas el negocio de aquel viejo Don León, la persiana grisácea manchada de añares, los viejos diarios de escritura hebrea con que envolvía alguno de los novecientos noventa y nueve mil artículos que el cartel orgulloso anunciaba que vendía. Con dolor, no pude distinguir cuál era de todos los lujosos portones nuevos el que reemplazaba la vieja fachada.  Pobre León, usar exclusivamente aquellos diarios era, tal vez, una forma de poner en palabras todo aquello que no podía o no sabía contar a sus clientes, el dolor de la guerra, de los campos macabros, la familia perdida.  Cada hoja brindada al pasar, como envoltorio, podía ser una forma silenciosa de presentación, un pedido de ayuda si alguien se animara, si alguien preguntara...
Entonces, estábamos de nuevo ante una bocacalle, la última antes de llegar a lo que alguna vez fuera una plaza. Una pequeña plazoleta cerrada durante años, rodeada de acacias amarillas, altísimas, con un alambrado que ponía límite a nuestros ojos de niños ávidos por acceder a esos bancos antiguos, de cemento, tan cercanos y a la vez inaccesibles en los que a tantas cosas hubiéramos jugado.
Por supuesto que ya no había ni alambres ni acacias ni plazas.  Una casa enorme rodeada de paredones resecos de ladrillos sin pintar.  Y fue entonces, cuando traté de apartar la vista de los muros endurecidos, que divisé la vieja verdulería de Lito, y vi que estaba decapitada.  Recientemente alguien había derrumbado su techo, junto con el de la casa de doña Rosa hacia un lado, y la casa de alquiler donde vivía mi tía Elena  hace unos años.  Quién sabe qué proyecto cobrará vida en el lugar.
Entonces, me llegó como a través del tiempo la voz de mi hija que, evidentemente por segunda o tercera vez reclamaba "Mamá, te pregunté dónde vivías".
Aferré su mano y crucé la calle, caminé más lento y me detuve al ver que mis queridos árboles de paraíso ya no existían.  Balanceé varias veces los ojos, buscando como si no fuera posible, porque me pareció que no era esa la calle, las veredas eran para mí mas anchas, con mucho pasto, y con mis árboles.  Tanto disfrutaba corriendo por ellas cuando niña, registrando con mis manos cada textura para así jamás olvidarme de nada.  Y ahora, nada, era lo que quedaba.  Como una caricia consoladora me llegó el ver que aún estaban las baldosas rosadas de entonces.  Todo había cambiado.  La humilde casa que combinaba, como mi padre podía y su magro sueldo permitía, cemento madera y chapas inclusive acartonadas, había desaparecido.  Una imponente construcción de dos plantas se enseñoreaba pisoteando mis recuerdos.  Sólo en un rincón, como si alguien se hubiera apiadado del pasado estaba la pared intacta del dormitorio de mis padres, la reja usada que papá compró cuando el barrio dejaba de ser seguro para proteger el ventanal con la vieja persiana de madera que también estaba.  La misma reja de la que mi padre había enganchado el cartel de venta "Dueño vende esta propiedad".  Dos veces volví de la mano de mi niña antes de irnos.  Quería guardar para siempre, para lo que quede, la imagen de esa ventana. 
En ese momento mi niña se detuvo. Y mi hija, comprendiendo, soltó mi mano para abrazarme fuerte y decirme "Es hermosa tu casa".  Le respondí que mi casa no era así, que la habían cambiado muchísimo, que sólo quedaba la ventana.  Entonces me dijo "Es hermosa la ventana mamá, te quiero".  Fue el momento en que supe que soy definitivamente afortunada.