martes, 10 de enero de 2017

Elección

Lo vi bajar por las escaleras a toda velocidad. Me pareció que apretaba algo entre las fauces. Tomó impulso y saltó por la banderola entreabierta de la puerta. Con paso sigiloso pero firme se escondió bajo un mueble. A esa altura no tenía dudas. "Dámelo, soltalo", le dije, en una especie de grito ahogado, para que mis hijos no escucharan. Abrió la boca y lo depositó en el suelo. "Andate lejos", le solté, con la misma especie de grito desgarrado en la garganta. El gato se alejó hacia los tejados. Simplemente un animal, puro instinto, sin haber hecho otro daño más que el de cumplir con las leyes de la naturaleza. De la misma manera que hacen los perros cuando los alcanzan.
El gorrión tenía los ojos abiertos, el corazón parecía a punto de estallarle en una cadena de latidos espaciados pero brutales. Me desesperó ver su quietud. No chillaba, no aleteaba. Como si en algún lugar de su ancestral memoria colectiva, hubiera una marca que le indicara que no tenía sentido oponerse al tremendo final.
Lo levanté formando una especie de cuenco con una revista. Lo saqué al patio. Tenía las plumas alborotadas, y algunas enrojecidas. Parada bajo las enredaderas, le acaricié el emplumado pecho. "Vamos, no te vayas. Por favor, no te dejes ir. Por favor, no te dejes ir. No te mueras, no te mueras, no te mueras. No te dejes morir."
Abrí la puerta de calle. Me paré en la vereda. Le acaricié la cabecita. Su plumaje me indicó que era una hembra. "Dale, amiguita, ponete de pie. Volá por favor, volá." La acomodé una vez más y, mirándome, se incorporó. Dio dos minúsculos saltos y echó a volar. Un vuelo frágil, pero sorprendentemente firme.
Mientras la miraba desaparecer entre los árboles, recordé una frase escuchada hace más de veinte años, en mis primeras clases en la universidad "...los seres humanos, a diferencia de los animales, no tenemos instintos, tenemos pulsiones..." No hay entre nosotros depredadores y presas. Todo el tiempo elegimos cómo vivir o no.

martes, 6 de diciembre de 2016

Miroir

    Desde siempre había sido así. Tal vez porque había sido parida en el corazón de enero, cuando un sol rusiente derretía los asfaltos  y hacía crujir el zinc de los techos de chapa por las tardes; tal vez porque todo lo que crece en tales condiciones desarrolla una significativa afinidad con el exceso y la desmesura. O quizás porque la habían signado los rayos y la lluvia desatados en aquella madrugada en que por primera vez madre e hija se enfrentaron: una tratando de retener a la niña en el vientre, la otra tratando de librarse para comenzar su propio recorrido por el mundo.  Así había nacido, al llegar la mañana, tras la brutal tormenta, con el sopor húmedo que anuncia un calor aún más grande. Y tanto había luchado por salir, que nunca pudo dormir más allá del horario en que vio la luz de este mundo, sin que un anquilosado sentimiento de fastidio y frustración la embargaran.
    Así había llegado y así había comenzado a crecer.  Sin dejar lugar a dudas a los destinatarios de su amor o de su enojo.
    Muchos años más tarde, encontraría una palabra que definía claramente aquella combinación de excesos, calores y tempestades que la habían forjado: pasión. Margarita de Magdala sólo podía expresarse apasionadamente.  Y esto (también lo entendería muchos años después), generaba escozor en la sociedad hipócrita en la que le había tocado vivir.
    Tal es así que con  gran ahínco desplegado,  buscaron domar a aquella muchachita impetuosa. Y esto, durante mucho tiempo, fue dando frutos.  Y  muchos se sintieron gustosos en el convencimiento de que, Margarita, se encontraría prontamente tan escindida como cualquier mortal entre sus sentimientos y emociones, y lo que se esperaba de ella; es decir, la capacidad de negarlos.
    Sin embargo, el único resultado evidente era el de una mujer que callaba y se negaba a sí misma en pos de los requerimientos de los demás durante más o menos prolongados períodos de tiempo, para  luego estallar en un borbotón desmedido de palabras y gestos.  
    Y así Margarita transitaba la vida, observando cómo el resto enmarañaba prejuicios con moralina, en una red que usaban para atrapar los intentos de ella por demostrar buenos afectos, y las ansias  de ellos por condimentarlos con sus propias perversas proyecciones y arribar a mil sentencias a priori sobre las verdaderas intenciones de esa mujer incomprensible.
    Entre tales vaivenes, Margarita se iba enfermando.  Puertas adentro murmullos, puertas afuera murmullos.  Palabras, prejuicios, cayendo sobre ella, como pesadas piedras. Rocas de ignorancia, de incomprensión, de hipocresía, que la iban cubriendo poco a poco; ocultándola de sí misma, de su esencia, de su ser en el mundo.
    Entonces fue, cuando Margarita de Magdala, sintió que el pecho se le oprimía. Decenas de veces se enfrentó al espejo luego de mojarse el rostro con el agua redundante que usaba para barrer sus lágrimas.  Cada vez se veía más vieja y más cansada.  Pero ese día fue diferente.
    Margarita había llorado ante la tumba de su padre, rogando un abrazo que hacía demasiados años no sentía.  Había sufrido frío en el alma y se había estremecido con aquella lluvia de trópico que se despeñó de pronto sobre su soledad y su tristeza. Y como se sabe, el tiempo y las tempestades desgastan cualquier tiento por más fuerte que sea y por  más nudos que se le hayan hecho.
    Horas más tarde, Margarita volvió a mirarse en el espejo.  Entró a oscuras y, ya ante el cristal, encendió la luz.  En ese instante vio cómo demasiados fantasmas ajenos querían ocupar el espacio de su imagen. Entonces, comenzó a comprender y  se sintió vivificada; como si la lluvia que había empapado su cuerpo ese día, hubiera sido, de alguna manera,  parte de aquella otra que la acompañó en su llegada al mundo.  Y comenzó a reír.  A pesar de todo, rió más fuerte todavía. Y vio cómo, al compás de su risa, cada fantasma se retorcía y escapaba detrás de sus dueños.
    Margarita de Magdala  se observó en el espejo.  Estaba orgullosa de la mujer que logró ser. Y, sobre todo, de la pasión por la vida, que brillaba en su mirada, que le recordaba que era libre, que estaba viva.



martes, 5 de enero de 2016

Historias de amor II

                Como siempre digo, la vida cotidiana nos propone infinitos pasajes, portales hacia otras instancias.
 Los domingos, bien entrada la mañana, me gusta recorrer la feria del Parque.  Cruzar la calle Patricias Argentinas y entrar en un mundo de formas que me transportan,  por ejemplo, hacia mi infancia. Cajitas, revistas, vinilos, títeres, muñecas.  Caminar y recordar.  Reencontrarme, gracias a los objetos exhibidos, con el aparador de la casa de la abuela Lucía, los vasitos ordenados, el cajón de los cubiertos.  Los estantes en la cocina de la tía Carmen, en La Plata, el aroma impecable que coronaba la paz de las siestas en aquella casa.  Los perfumeros de la tía Maruca.  Las muñecas que dormían en la cama de la tía María Angélica…  Y así navego por esos puentes sensoriales, para volver con el corazón vibrante de ternura y de nostalgia.
Allí conocí a don Luis, un viejito vendedor, entre otras cosas, de antigüedades ferroviarias.  Obviamente hice un alto en su puesto, curiosa por husmear ese impagable catálogo de locomotoras que atesora en un rincón de la tienda desmontable y que pareciera, en realidad, no querer vender.  Hablamos de trenes, de ferias, y me regaló una anécdota.  Me obsequió una historia y un consejo. Y creo que son ambas cosas las que quiero compartir.
Habitualmente,  Luis es convocado por familiares de personas mayores fallecidas para ofrecerle diferentes pertenencias del difunto a cambio de alguna módica suma  de dinero.  Así, el vendedor renueva sus artículos de colección.   
Hace pocos días, un vecino, conocido de la zona,  se acercó para invitarlo a retirar objetos de la casa de su tía. “Venite preparado, Luisito, mi tía era una vieja solterona. Una maestra jubilada de noventa pirulos. Imaginate la cantidad de ‘chucherías’  que debía tener.  Los libros se los vendo a los muchachos de Marechal.  El resto es tuyo.  Porquerías seguro. Pero a vos, siempre algo te sirve.”
Y allá fue Luis. La casa en sí misma podía haberse convertido en un museo en ese instante.  Era como estar ante una imagen fotográfica de la década de 1940. Sólo denotaba el paso de los últimos setenta años un profundo olor a humedad, y una oscuridad casi de bóveda que hacía olvidar el sopor de diciembre con un extraño frío que se  instalaba en la base de la espalda.
El hombre pensó en decir que no había nada rescatable y retirarse en ese mismo momento.  Pero fue interrumpido por la voz del heredero,  que lo llamaba desde la habitación que fuera el dormitorio de la mujer muerta.
-          Fijate, Luis.  Vení a ver cómo tenía la pieza. Mi tía era un personaje.  Vivía como las viejas de antes. Báh, era una vieja de antes.  Los viejos de ahora somos nosotros.  Eh, Luis. ¿Qué te parece? Yo ya tengo  setenta…  Fijate.  Yo no recuerdo haberla visto de novia.  Ningún tipo. Jamás, che. ¡Y vivió noventa años, la vieja!  Pero no era mala, eh.  Porque hay viejas… Vos me entendés, ¿eh, Luis? Claro que me entendés, Luisito.
Luis, respondió con una sonrisa sencilla y un leve asentimiento ladeando la cabeza. Entonces el sobrino de la maestra continuó:
-          Mi vieja, que era la hermana de la muerta, me contó que una vez, cuando eran pibas y mi tía estaba recién recibida de maestra, mi abuelo la quiso enganchar con  un empleado del Banco Nación.  Pero ella no quiso saber nada, y se armó una podrida bárbara. El viejo era terrible también. Y, después de eso, solterona para toda la vida.  Mirá esta pieza.  Impecable, pero todo viejísimo, como ella. Y como vacío…  Bueno, mirá, yo ya revisé.  Es todo ropa de antes, y papeles, se ve que cosa de maestras.  Juntaba porquerías, boletos de tren del año del ñaupa, figuritas, pavadas.  Si te sirven los veladores, llevalos.  El reloj no anda, hay perfumeros, un pote de talco que quedó petrificado. Te regalo todo eso.  Ahora, si por los muebles me podés dar unos pesos, y por los vasos y copas…
Esa tarde Luis volvió a su casa en silencio.  Catalogó los objetos comprados, y calculó las posibles ganancias. Después puso la pava a calentar y, mientras se cebaba unos mates, abrió un baulito de mano en el que venían aquellos papeles y figuritas que le habían regalado. Boletos de tren de mil novecientos cuarenta y cuatro, entradas de cine para ver estrenos protagonizados por  Zully Moreno, Silvia Legrand y, obviamente, la primera fila para el estreno de “Su mejor alumno” con Enrique  Muiño y Ángel Magaña.
Entonces se dio cuenta.  Había dos boletos de cada fecha y dos entradas para cada película.  Además, los boletos y las entradas estaban acompañados por sobres que contenían cartas. Y las fechas de las cartas se correspondían con las de los otros objetos.
Casi pudorosamente, como si sintiera que, desde algún lugar oculto lo observaban, Luis comenzó a leer.  Eligió hacerlo por orden de fechas.  Desde abril de 1944 hasta julio de 1945.  La destinataria era siempre la misma, pero los modificadores que conformaban el encabezado fueron cambiando.  La primera decía “Estimada Señorita Margarita”, la segunda “Querida Margarita” y así siguieron “Margarita, mi amor”, “Mi dulce maestra, Margarita de mi vida”…
Luis descubrió, mientras moría la tarde en Buenos Aires, que aquella viejita había sido,    hace más de setenta años, amada profundamente por un hombre con el que, cada semana, había viajado en tren para luego ir al cine y que, en cada cita  había recibido una entrañable carta de amor.
Luego miró el fondo del baulito y encontró un pañuelo de raso negro que contenía una similar cantidad de cartas enlazadas por una cinta igualmente oscura.  Con sólo leer una de ellas, comprendió que eran las respuestas a las escritas por el hombre, y todas estaban firmadas  “Tu enamorada Margarita”.  Sin embargo, había una carta suelta, cuyas hojas evidenciaban que, en su momento, la tinta azul se había corrido como  salpicada por gotas de agua.
Con las manos temblorosas, Luis extendió el ajado papel y leyó.


   Amor de mi vida:
                                     Escribo esta carta que ya nunca leerás.  La escribo, mi ángel, porque no puedo soportar la idea de no tomar nunca más la pluma entre mis manos para decirte  lo mucho que te amo.
                                    Hoy el dueño de la pensión abrió para mí la puerta maldita de tu habitación, esa puerta a la que nunca llegaste para salvar la vida.  Esa puerta que te separó para siempre de mí. 
                                   ¿Podrías imaginar, mi amor, el puñal clavado en mi corazón en el momento en que vi, sobre la silla de madera, prolijamente preparado, el traje que nunca llegaste a usar? En su bolsillo estaba la carta que nunca me diste, pero que atesoraré por siempre.
                                 Amor de mi alma, si no me arranco la vida es porque espero, algún día, seguirte hasta ese cielo en que seguramente ya te encuentras.  Pero te juro, amor, que hoy el tiempo se ha detenido para mí también.  No habrá otro hombre después de ti, como tampoco lo hubo antes.  Mucho se ha burlado mi padre porque no quise aceptar a ese bancario con el que pretendía casarme.  Se rió diciéndome que tenía la cabeza llena de pavadas, que seguramente rechazaba un “buen partido” por algún amor platónico típico de mocosas.
                             Hoy yo me río de él y su ignorancia.  Porque te conocí a vos, mi amor.  Y sí, fuiste mi amor platónico, pero porque en verdad, como tantas veces hablamos, Platón creía que por medio del amor se podía conocer la esencia de la Belleza misma.  Esa belleza incorruptible y eterna que no hay muerte alguna que pueda destruir. Ni siquiera esta muerte injusta que te arrancó de mi lado. Vos te reías diciendo que eras mi “amor socrático”, porque cada semana, con cada diálogo compartido aprendíamos,  crecíamos y descubríamos juntos la Belleza infinita que el mundo guarda para dos que se aman.
                           Faltaba tan poco mi amor.  Te hice esperar para hablar con mi padre, porque temía que te rechazara por el capricho con el bancario. Pero nuestros sueños estaban tan cerca. Casi teníamos ahorrado el dinero para el alquiler de la casita. Nunca gastaré esos billetes.
                            Ángel de mi vida, guardaré siempre conmigo nuestras cartas, hasta mi último día.  Hasta que podamos reencontrarnos y ya nada ni nadie nos pueda separar.
                            Eternamente tuya, tu enamorada Margarita.
Luis cerró la carta. Observó el fondo del baulito de mano una vez más.  Dentro del último pañito rasado encontró un importante fajo de billetes moneda nacional prolijamente guardados.
 Acomodó todo lo mejor que pudo.  Buscó un candado pequeño, en un frasco de vidrio situado entre otros tantos, en un estante del galpón donde archivaba las antigüedades. Usó el candadito para cerrar la tapa del baúl, y después lo colocó sobre una cómoda antigua en una habitación que había sido de su cuñada.
-          ¿Sabe?- Me dijo mientras volvía a mirarme a los ojos, después de narrar acongojado la historia de la Señorita Margarita- Me gustaría darle un consejo. Viva, señora.  Viva la vida lo mejor que pueda y no le deje dudas a nadie de quién es y qué siente.  Porque las personas viven sin mirar a los demás; se pierden las historias de quienes los rodean, no se dan la oportunidad de conocerlos. Después, uno se muere, y hacen un paquete y le regalan todo al primer cambalachero que encuentran. Parece que les diera miedo descubrir las historias de los otros.  A lo mejor asusta lo que se puede aprender.

Estreché su mano para despedirme, lo miré a los ojos y sonreí a manera de gracias. No pude articular ninguna palabra, porque no sé qué se puede agregar a semejante verdad.  Seguí caminando por la feria, silenciosa.  El susurro de las hojas de los árboles del parque traía las primeras palabras para este relato.  Otra historia que merece contarse.  Cuántas Margaritas, cuántas formas de amar.

martes, 15 de septiembre de 2015

Historias de amor I

Los jardines están llenos de Margaritas.  Hay Margaritas clásicas, con pétalos blancos y corola amarilla, y hay margaritas con pétalos de colores.  Algunas más grandes, otras más pequeñas. Algunas con voluntad de estirarse y crecer hasta los cielos, y otras que se sienten cómodas floreciendo al amparo de las flores  y hasta de algunas ramas.
La Margarita que mejor conozco disfruta del sol, del rocío y de la tibia brisa que anuncia la llegada de la primavera.  Disfruta de la fresca lluvia de verano que le empapa el rostro. Pero, sobre todo, disfruta de escuchar las historias que otras Margaritas le cuentan para, después, mecerlas sobre su corazón y compartirlas con quien quiera escucharlas.  O leerlas.
Esta es una historia real.  Una historia que otra Margarita le contó días atrás, emocionada, en una de esas cálidas charlas que comparten en las tardecitas de los jueves o algunas mañanas de los viernes.  Una magnífica narradora que  tiene dos brillantes ojos negros que se iluminan cuando, lo que cuenta, está endulzado por  la mágica sencillez de lo cotidiano que llega hasta el alma, que nutre y que contribuye a seguir creyendo que este mundo puede ser un lugar hermoso.
Es la historia de una pareja.  Dos enamorados que se conocieron siendo apenas poco más que niños.  Dos enamorados que se unieron formando una familia y que, desde entonces, estuvieron juntos cada día de sus vidas.
Era un placer verlos siempre de la mano.  Cuando los amigos de los hijos visitaban la casa familiar, eran recibidos por la pareja: él alto, esbelto y erguido sobre el orgullo de saberse un hombre amado y feliz; ella pequeña, menuda y coqueta, prolija, impecable, como si cada mañana se levantara con el firme propósito de enamorar nuevamente a su galán.  Seis décadas compartidas.  Recibían invitados con sus manos entrelazadas.  Compartían la mesa tomados de la mano, y de igual forma despedían prometiendo nuevos agasajos.  Igualmente unidos, cada tarde de la vejez, ya retirados ambos de sus vidas profesionales, caminaban por las callecitas del barrio hasta la Iglesia mayor, y escuchaban misa.
El secreto de tantos años de amor, era saber que ante todo están las palabras.  Que los diálogos son firmes puentes que acortan distancias, que desenredan diferencias, que construyen unión.   Fundamentalmente, que amar es la mayor expresión de altruismo que pueda existir. No se ama desde el egoísmo.  Se ama cuando se encuentra en la felicidad del otro, la propia felicidad. 
Pero el tiempo pasaba y los días de sus vidas llegaban al ocaso.  Muchos temían que la oscuridad eterna estirara su gélida mano para separarlos.  De hecho, la penumbra fue ocupando la memoria de ella.  Pero ni siquiera eso pudo ser un obstáculo.  No se puede olvidar el Amor. 
La vida y, su contrapartida, la muerte a veces fluyen de manera extraña.
 Así ella, la mujer, frágil y dulce fue cayendo en letargos de olvido.  El hombre se desesperaba temiendo el día en que ya no se viera reflejado en sus ojos. Una mañana el temor de perderla  le doblegó el corazón.  Cayó silencioso como un pájaro herido por el frío. Rápidamente lo asistieron y lograron salvarle la vida.  Pero tuvo que permanecer un tiempo en el hospital.  Ella, que por esos días había dejado de tener plena conciencia del mundo, dejó de comer.  Todos se movilizaron tratando de salvarla, y se miraban extrañados porque cumplían rigurosos el pacto de silencio con el que le ocultaban que su esposo estaba internado.  Cómo podía ser que se estuviera dejando morir,  ¿Habría escuchado algo? ¿Lo estaría presintiendo? ¿Habría recuperado la conciencia sin decirlo y estaba notando su ausencia?
Todo parecía indicar que los médicos habían salvado al hombre y se disponían a sacarlo del hospital.  Sin embargo,  él, que parecía el más fuerte, que la había protegido y cuidado siempre como el primer día, una mañana de finales de invierno partió.  Recostado en la cama, súbitamente sintió como un frío extraño le subía desde las pantorrillas inmovilizándolo hasta llegarle al pecho.  Entonces, un fuego le encendió el rostro.  Su mano, aquella mano con que tantas veces la acarició y la guió por la vida, se extendió en el aire y se cerró para siempre.
Pasaron dos horas.  Mientras los hijos se miraban desconsolados pensando en cómo harían para contener a su madre si ella reaccionaba y preguntaba por él, alguien la vio sonreír.  Extremadamente frágil por el ayuno se incorporó en la cama como buscando algo.  Abrió los ojos,  estiró su mano y cerró los dedos como atrapando un pájaro.  Se recostó sonriendo, y su corazón se detuvo para siempre.

Las Margaritas, de tanto ver pasar el desamor por su jardín, llegaron a creer que historias como estas sólo suceden en los cuentos maravillosos.  Tal vez por eso, la escena de los dos ataúdes, uno junto al otro, les parecía ajena a la realidad, copiada de un relato del realismo mágico. Una escena que, increíblemente no daba tristeza, sino ternura.  Infinita ternura, repetía la magnífica narradora, como si se tratara de un cuento de amor.  Sin embargo, es cierto.  Amores así existen.  Cada tanto sus historias llegan hasta nosotros como un mensaje, como una instigación a seguir creyendo, y también, por qué no, a seguir amando.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Sobre el significado de la navidad

Esta mañana, pocos minutos después de levantarme, recordé una víspera de Navidad de hace muchos, muchos años.  Hacía muy poco tiempo que nos habíamos mudado a nuestra primera casa propia, en Banfield.  Aún no había comenzado a concurrir al jardín de infantes. 
Papá había comprado el primer arbolito que recuerdo: verde, con una base rectangular, y  botones rojos en los extremos de las ramas en los que se podían colgar los adornos.  En aquella época  eran muy frágiles y se rompían fácilmente.
Casi toda la familia, entre primos y tíos, se haría presente entre Navidad y Año nuevo.  La casa propia, había mucho que festejar.
Pero esa Noche Buena hubo un invitado especial, uno que sería una pieza clave en la construcción de mi idea, no sólo sobre el Espíritu navideño, sino sobre la forma de relacionarme con el prójimo, siempre.
La casa contigua a la nuestra, hacia la esquina, estaba sin alquilar. Era una propiedad en bloque, con un local justo en la esquina, que funcionaba como carnicería.  Pero en la casa no vivía nadie.  Por lo menos no en el cuerpo principal de la misma. 
En el patio, justo sobre la pared lindera con nuestra casa, había un gabinete, uno de esos que se usaban para contener los tubos de gas, de uso en esa época.  Pero no había tubos, había un catre, un cajón de verduras a manera de mesa, unas pocas mantas y un hombre.  Un linyera de mirada brillante, cabellos grises, barba y bigote y un nombre curioso: “Papucho”.
En los días previos a la mudanza, Papucho se acercó a mi papá y le dijo que si nos molestaba su presencia, él podía buscarse otro lugar donde vivir, pero que si no, prometía ser respetuoso y no molestar.  Le aseguró no ser un delincuente, y explicó que estaba en esas condiciones “por cosas de la vida”.
Obviamente, papá le dijo que de ninguna manera esperaba que se fuera, al contrario, que contara con nosotros.  Así empezó una especie de amistad que incluía platos de comida que le acercábamos, hielo en verano, algún vinito, alguna frazada en invierno.
Pero aquella Noche Buena, Papucho fue nuestro invitado de honor.  Ya al mediodía, y con más de 30 grados, mi papá (ante la atónita mirada de mi madre) había cocinado una singular polenta con salsa de carne y queso rallado extra.  Transpiraba revolviendo aquella olla de manjar amarillo, en una época en que la polenta  no tenía otra magia que el sabor, dado que llevaba interminables minutos de lucha para evitar los grumos y las salpicaduras. La cuestión estaba en que aquel 24 de diciembre era, también, el cumpleaños de nuestro vecino.  Y mi papá le había preguntado cuál era su comida favorita para agasajarlo con el almuerzo.  Así fue que transpiraron ambos,  uno con la cocción, el otro con la ingestión, pero ambos quedaron satisfechos y felices.
Y tanto transpiró Papucho que por la tarde se dio un baño en su bañera especial: el tanque de agua de la casa deshabitada, que se encontraba en un ángulo de la terraza, con un jabón y una rejilla (set de higiene ferroviario, aportado por papá).  Por la noche se puso un traje gris y se presentó en casa.
Nunca olvidaré ninguno de aquellos  detalles.  El árbol verde lleno de adornos y con luces  de colores que parecían campanitas.  Mis zapatitos azules. El villancico que me había enseñado una prima y que esa noche canté para todos. La cena compartida. Los tangos que cantó Papucho y los que después bailó con mi tía. Teníamos una casa prefabricada, los pisos de portland, y los techos de chapa. No mucho más, pero benditamente nuestro.  Nunca tuvimos demasiado.  Pero esa noche fuimos inmensamente ricos.  Esa noche aprendí el significado de la Navidad.  Mi padre me lo enseñó.  No hay festejo posible si mi hermano pasa hambre a mi lado y no lo veo. Todo el mensaje que quiso dejarnos el otro cumpleañero, ese cuya imagen pusimos a las doce en el pesebre, se hizo concreto en la actitud de mi papá. Dar sin esperar, compartirlo todo, aunque sea humilde. 
Pasaron algunos años, el invierno fue dejando  huella en la salud de Papucho.  Un día le dio a papá un papelito prolijamente guardado en un viejo cuaderno. Lo tenía bajo la almohada del catre en el que una neumonía lo había volteado hacía días.  Era un número de teléfono.  Una sobrina.  Vinieron a buscarlo.  Al tiempo el mismo auto vino por papá. Papucho quería verlo.  Mi viejo se encontró en un piso de Barrio Norte, con Papucho recostado en un sofá tapado con una piel lujosa.  “Me voy a terminar muriendo igual, en este encierro.  No me dejan salir, ni cantar, y ¿quiere saber lo peor, Juancito? Acá nadie come polenta.”

                                                                                                                                                                  

sábado, 21 de diciembre de 2013

Homo ludens y la trampa

Y ahí va el homo ludens, subyugado por la madre araña que lo atrae mientras estimula voraz el oculto aguijón de su vientre…
Él ha nacido libre.  Él ha nacido amo de su vida y de su tiempo.  Pero desde el primer día la araña ha tejido su tela alrededor.
Desde que pisó esta tierra, él amó la naturaleza y entendió que la realidad, para los de su especie, es esta y es otras.  Son miles, infinitas realidades que se cruzan y entremezclan a partir de los juegos del lenguaje.  Es esta realidad y es todas y cada una de las formas posibles de contarla: con imágenes, con sonidos, con palabras…
Pero Ella, la encantadora, la que no tiene rostro porque tiene miles, la del silencioso veneno llegó junto con él y lleva varias batallas ganadas.
Su ley es poner leyes, condiciones, reglas.  Su ley es podar raíces, cortar alas, silenciar lenguajes. Que la verdad sea nombrada y que sea única. Su verdad, la vacía, la por ella creada. Que sea el hombre un desalmado errante.
Él lleva en sí mismo el antídoto al veneno de Ella. Es la multivocidad de su espíritu.
Pero para Ella la voz es una sola: la que nace de la boca de los fracasados, de los presos de sí mismos, es decir de Ella.
Él nació y jugó.  Y al jugar creó la pluralidad, la polisemia. Pero al erguirse él, advino Ella.  Y lo aduló, lo sedujo y sometió a su antojo.  Él cayó a sus pies, la convirtió en su diosa y se sintió aunado en su belleza.  Creyó que unidos crearían el mundo, Su mundo, Su reino infinito.
Pero ella lo fue enmudeciendo.  Fue apagando una a una las voces de su alma.  Lo convenció de que la pluralidad era sinónimo de locura, y que la locura era mala a sus ojos.
Él se fue silenciando, dejó de crear para simplemente producir.  Ella le enseñó que las cosas no son sino que valen.  Él le creyó y ahora esa es su ley.
Algunas veces, él se cruza con otro ser de corazón libre y también con ansias de crear. Danzan y juegan.  Inventan códigos y ríen.  El juego los libera.  Él casi siente que puede volar.  Entonces aparece Ella.  Lo rodea, lo amedrenta,  amenaza. Primero lo desestabiliza y luego lo convence adulando para hacerlo callar.  Y él, sintiendo que hace mucho por producir para el mundo avanza hacia Ella, cada vez más sapiens, cada vez más chatito y frío, más prolijo y muerto, más envenenado por la Sociedad.


martes, 25 de junio de 2013

Realismo mágico


   El silencio del aula está poblado de voces.  Los personajes de la novela que leen, descubren secretos de  mundos infinitos a estos adolescentes que navegan encantados entre sus páginas.  Los observo con emoción; y entonces me topo con un par de ojos que me miran fijo.  Le pregunto qué le pasa.  Me responde que nada, sincera, francamente.  Le pregunto si no le gusta este tipo de lecturas.  Me responde que no tiene idea de qué se trata, que a él no le gusta leer y que ni siquiera ha investigado sobre qué cosa es el "Realismo mágico".  Entonces le pregunto por qué causa me estaba mirando tan fijamente. Él me responde sin pudores, que su abuela le ha dicho que, a la gente, se le nota lo que ha leído en los ojos y que él me mira fijo, para ver si en mis ojos encuentra las historias que los otros leen en el libro...
Está aprobado.