martes, 15 de septiembre de 2015

Historias de amor I

Los jardines están llenos de Margaritas.  Hay Margaritas clásicas, con pétalos blancos y corola amarilla, y hay margaritas con pétalos de colores.  Algunas más grandes, otras más pequeñas. Algunas con voluntad de estirarse y crecer hasta los cielos, y otras que se sienten cómodas floreciendo al amparo de las flores  y hasta de algunas ramas.
La Margarita que mejor conozco disfruta del sol, del rocío y de la tibia brisa que anuncia la llegada de la primavera.  Disfruta de la fresca lluvia de verano que le empapa el rostro. Pero, sobre todo, disfruta de escuchar las historias que otras Margaritas le cuentan para, después, mecerlas sobre su corazón y compartirlas con quien quiera escucharlas.  O leerlas.
Esta es una historia real.  Una historia que otra Margarita le contó días atrás, emocionada, en una de esas cálidas charlas que comparten en las tardecitas de los jueves o algunas mañanas de los viernes.  Una magnífica narradora que  tiene dos brillantes ojos negros que se iluminan cuando, lo que cuenta, está endulzado por  la mágica sencillez de lo cotidiano que llega hasta el alma, que nutre y que contribuye a seguir creyendo que este mundo puede ser un lugar hermoso.
Es la historia de una pareja.  Dos enamorados que se conocieron siendo apenas poco más que niños.  Dos enamorados que se unieron formando una familia y que, desde entonces, estuvieron juntos cada día de sus vidas.
Era un placer verlos siempre de la mano.  Cuando los amigos de los hijos visitaban la casa familiar, eran recibidos por la pareja: él alto, esbelto y erguido sobre el orgullo de saberse un hombre amado y feliz; ella pequeña, menuda y coqueta, prolija, impecable, como si cada mañana se levantara con el firme propósito de enamorar nuevamente a su galán.  Seis décadas compartidas.  Recibían invitados con sus manos entrelazadas.  Compartían la mesa tomados de la mano, y de igual forma despedían prometiendo nuevos agasajos.  Igualmente unidos, cada tarde de la vejez, ya retirados ambos de sus vidas profesionales, caminaban por las callecitas del barrio hasta la Iglesia mayor, y escuchaban misa.
El secreto de tantos años de amor, era saber que ante todo están las palabras.  Que los diálogos son firmes puentes que acortan distancias, que desenredan diferencias, que construyen unión.   Fundamentalmente, que amar es la mayor expresión de altruismo que pueda existir. No se ama desde el egoísmo.  Se ama cuando se encuentra en la felicidad del otro, la propia felicidad. 
Pero el tiempo pasaba y los días de sus vidas llegaban al ocaso.  Muchos temían que la oscuridad eterna estirara su gélida mano para separarlos.  De hecho, la penumbra fue ocupando la memoria de ella.  Pero ni siquiera eso pudo ser un obstáculo.  No se puede olvidar el Amor. 
La vida y, su contrapartida, la muerte a veces fluyen de manera extraña.
 Así ella, la mujer, frágil y dulce fue cayendo en letargos de olvido.  El hombre se desesperaba temiendo el día en que ya no se viera reflejado en sus ojos. Una mañana el temor de perderla  le doblegó el corazón.  Cayó silencioso como un pájaro herido por el frío. Rápidamente lo asistieron y lograron salvarle la vida.  Pero tuvo que permanecer un tiempo en el hospital.  Ella, que por esos días había dejado de tener plena conciencia del mundo, dejó de comer.  Todos se movilizaron tratando de salvarla, y se miraban extrañados porque cumplían rigurosos el pacto de silencio con el que le ocultaban que su esposo estaba internado.  Cómo podía ser que se estuviera dejando morir,  ¿Habría escuchado algo? ¿Lo estaría presintiendo? ¿Habría recuperado la conciencia sin decirlo y estaba notando su ausencia?
Todo parecía indicar que los médicos habían salvado al hombre y se disponían a sacarlo del hospital.  Sin embargo,  él, que parecía el más fuerte, que la había protegido y cuidado siempre como el primer día, una mañana de finales de invierno partió.  Recostado en la cama, súbitamente sintió como un frío extraño le subía desde las pantorrillas inmovilizándolo hasta llegarle al pecho.  Entonces, un fuego le encendió el rostro.  Su mano, aquella mano con que tantas veces la acarició y la guió por la vida, se extendió en el aire y se cerró para siempre.
Pasaron dos horas.  Mientras los hijos se miraban desconsolados pensando en cómo harían para contener a su madre si ella reaccionaba y preguntaba por él, alguien la vio sonreír.  Extremadamente frágil por el ayuno se incorporó en la cama como buscando algo.  Abrió los ojos,  estiró su mano y cerró los dedos como atrapando un pájaro.  Se recostó sonriendo, y su corazón se detuvo para siempre.

Las Margaritas, de tanto ver pasar el desamor por su jardín, llegaron a creer que historias como estas sólo suceden en los cuentos maravillosos.  Tal vez por eso, la escena de los dos ataúdes, uno junto al otro, les parecía ajena a la realidad, copiada de un relato del realismo mágico. Una escena que, increíblemente no daba tristeza, sino ternura.  Infinita ternura, repetía la magnífica narradora, como si se tratara de un cuento de amor.  Sin embargo, es cierto.  Amores así existen.  Cada tanto sus historias llegan hasta nosotros como un mensaje, como una instigación a seguir creyendo, y también, por qué no, a seguir amando.

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