Los jardines están llenos de Margaritas. Hay Margaritas clásicas, con pétalos blancos
y corola amarilla, y hay margaritas con pétalos de colores. Algunas más grandes, otras más pequeñas.
Algunas con voluntad de estirarse y crecer hasta los cielos, y otras que se
sienten cómodas floreciendo al amparo de las flores y hasta de algunas ramas.
La Margarita que mejor conozco disfruta del sol, del rocío y
de la tibia brisa que anuncia la llegada de la primavera. Disfruta de la fresca lluvia de verano que le
empapa el rostro. Pero, sobre todo, disfruta de escuchar las historias que
otras Margaritas le cuentan para, después, mecerlas sobre su corazón y
compartirlas con quien quiera escucharlas.
O leerlas.
Esta es una historia real.
Una historia que otra Margarita le contó días atrás, emocionada, en una
de esas cálidas charlas que comparten en las tardecitas de los jueves o algunas
mañanas de los viernes. Una magnífica
narradora que tiene dos brillantes ojos
negros que se iluminan cuando, lo que cuenta, está endulzado por la mágica sencillez de lo cotidiano que llega
hasta el alma, que nutre y que contribuye a seguir creyendo que este mundo
puede ser un lugar hermoso.
Es la historia de una pareja. Dos enamorados que se conocieron siendo
apenas poco más que niños. Dos
enamorados que se unieron formando una familia y que, desde entonces,
estuvieron juntos cada día de sus vidas.
Era un placer verlos siempre de la mano. Cuando los amigos de los hijos visitaban la
casa familiar, eran recibidos por la pareja: él alto, esbelto y erguido sobre
el orgullo de saberse un hombre amado y feliz; ella pequeña, menuda y coqueta,
prolija, impecable, como si cada mañana se levantara con el firme propósito de
enamorar nuevamente a su galán. Seis
décadas compartidas. Recibían invitados
con sus manos entrelazadas. Compartían
la mesa tomados de la mano, y de igual forma despedían prometiendo nuevos
agasajos. Igualmente unidos, cada tarde
de la vejez, ya retirados ambos de sus vidas profesionales, caminaban por las
callecitas del barrio hasta la Iglesia mayor, y escuchaban misa.
El secreto de tantos años de amor, era saber que ante todo
están las palabras. Que los diálogos son
firmes puentes que acortan distancias, que desenredan diferencias, que
construyen unión. Fundamentalmente, que
amar es la mayor expresión de altruismo que pueda existir. No se ama desde el
egoísmo. Se ama cuando se encuentra en
la felicidad del otro, la propia felicidad.
Pero el tiempo pasaba y los días de sus vidas llegaban al
ocaso. Muchos temían que la oscuridad
eterna estirara su gélida mano para separarlos.
De hecho, la penumbra fue ocupando la memoria de ella. Pero ni siquiera eso pudo ser un
obstáculo. No se puede olvidar el
Amor.
La vida y, su contrapartida, la muerte a veces fluyen de
manera extraña.
Así ella, la mujer, frágil
y dulce fue cayendo en letargos de olvido.
El hombre se desesperaba temiendo el día en que ya no se viera reflejado
en sus ojos. Una mañana el temor de perderla le doblegó el corazón. Cayó silencioso como un pájaro herido por el
frío. Rápidamente lo asistieron y lograron salvarle la vida. Pero tuvo que permanecer un tiempo en el
hospital. Ella, que por esos días había
dejado de tener plena conciencia del mundo, dejó de comer. Todos se movilizaron tratando de salvarla, y
se miraban extrañados porque cumplían rigurosos el pacto de silencio con el que
le ocultaban que su esposo estaba internado.
Cómo podía ser que se estuviera dejando morir, ¿Habría escuchado algo? ¿Lo estaría
presintiendo? ¿Habría recuperado la conciencia sin decirlo y estaba notando su
ausencia?
Todo parecía indicar que los médicos habían salvado al
hombre y se disponían a sacarlo del hospital.
Sin embargo, él, que parecía el
más fuerte, que la había protegido y cuidado siempre como el primer día, una
mañana de finales de invierno partió.
Recostado en la cama, súbitamente sintió como un frío extraño le subía
desde las pantorrillas inmovilizándolo hasta llegarle al pecho. Entonces, un fuego le encendió el
rostro. Su mano, aquella mano con que
tantas veces la acarició y la guió por la vida, se extendió en el aire y se
cerró para siempre.
Pasaron dos horas.
Mientras los hijos se miraban desconsolados pensando en cómo harían para
contener a su madre si ella reaccionaba y preguntaba por él, alguien la vio
sonreír. Extremadamente frágil por el
ayuno se incorporó en la cama como buscando algo. Abrió los ojos, estiró su mano y cerró los dedos como
atrapando un pájaro. Se recostó
sonriendo, y su corazón se detuvo para siempre.
Las Margaritas, de tanto ver pasar el desamor por su jardín,
llegaron a creer que historias como estas sólo suceden en los cuentos
maravillosos. Tal vez por eso, la escena
de los dos ataúdes, uno junto al otro, les parecía ajena a la realidad, copiada
de un relato del realismo mágico. Una escena que, increíblemente no daba
tristeza, sino ternura. Infinita
ternura, repetía la magnífica narradora, como si se tratara de un cuento de
amor. Sin embargo, es cierto. Amores así existen. Cada tanto sus historias llegan hasta
nosotros como un mensaje, como una instigación a seguir creyendo, y también,
por qué no, a seguir amando.
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