Danza frenética la tribu su ritual de muerte. Pupilas expandidas, labios encarnados, saliva ácida deslizándose hacia el cuello. Los músculos se tensan, la sangre pugna en las arterias.
La presa busca huir en lo imposible. Se repliega. Gime, gruñe. Se ovilla contra el suelo, se enrosca contra sí como buscando un abrazo que no existirá jamás.
Ha lanzado zarpazos, se ha mordido a sí mismo. Respira exhausto. Trata de lanzarse contra ellos. Se detiene.
Hay una mujer, tal vez una sacerdotisa, una hechicera. Sus ojos parecen, por momentos, confundirse. Lo mira con un dejo de piedad, casi de afecto. Él quisiera, él sabe, tal vez, acercarse, lamer su mano...
Pero la mirada cambia, y él entiende: ella lidera el rito, ella es quien da la orden en un lenguaje siempre críptico: él es el elegido,él es el cordero, él es monstruo porque él es la víctima.
Quisiera destrozarla, pero no puede. Esos ojos lo encandilan. No ve nada más. Está cansado. Quisiera cerrar los ojos para siempre. Dejarse morir. Dejarse devorar.
Hace días que no come. Encerrado en su jaula la ha visto pasar. La ha visto ir y venir una y otra vez. Se arrojó contra la puerta para amedrentarla, pero sólo le respondió su indiferencia. En el silencio de la noche la ha oído acercarse. Sus sentidos agudizados le permitieron escuchar el leve sonido de la comida junto a la reja. Los primeros días arrastró los despojos alimentarios y los tragó entre gruñidos y ahogos. Sintió, si es posible el sentimiento en esa clase de existencias, que ella buscaría defenderlo de esos otros, de los que pasaban a plena luz golpeándole las rejas, burlándose, insultándolo, escupiéndolo.
Pero no. Luego entendió, si es posible el entendimiento en esa clase de vidas, que ella sólo trataba de mantenerlo vivo, para poder cumplir con el ritual en el que ya se encuentra plenamente inmerso.
Ahora los hechos se precipitan. La melodía, que en una época fue su aliada para no perder el sentido, lo aturde. El ritmo es enloquecedor. La espuma brota a borbotones de su boca. Siente golpes, latigazos. Trata de huir y choca contra las paredes, el suelo. Cae. Ya no sabe dónde es arriba, dónde es abajo. Aullidos propios y ajenos. Ululares en la noche, sangre en sus labios, pero de quién. Voces extrañas lo acusan de haber atacado a los niños. Cómo saber la verdad. Sólo quiere cerrar los ojos, pero ya no puede. Qué hizo él. Qué hicieron ellos.
Entonces encuentra su mirada. Quiere arrastrarse hasta ella. Implorarle piedad. Pero el lenguaje es algo que ya no le pertenece, y que tal vez no le haya servido nunca. En ese momento las sirenas crecen en su aullar. Golpes, puertas que se abren. Hombres fornidos, con túnicas blancas se acercan. Lo encuentran junto a ella, gimiendo. Lo levantan, lo golpean. Siente el desgarro de la piel y el entrar y salir del metal. Una, cien, mil agujas inoculándole un veneno que le quema la sangre, que ya no le permitirá pensar. Arde, tanto arde. La cabeza va explotarle. Lo envuelven, lo atan, lo inmovilizan. Los precintos del chaleco lo ahogan. Lo ataron en una camilla. Se lo llevan. Sus ojos se nublan. Ya casi no puede distinguirla. Sólo escucha su voz que se aleja "Perdón hijo querido, perdón por no haberte ayudado antes..."
sábado, 19 de enero de 2013
sábado, 5 de enero de 2013
Angelitos
Sus pasos no eran firmes todavía la primera vez que lo vio. Caminaba entre su tía y su abuela, olía a flores frescas, a tierra húmeda. Estaba conociendo una sensación extraña, un sentimiento sobrecogedor al que muchos años después aprendería a nombrar como "siniestro". Era muy pequeña, demasiado pequeña para entender el estremecimiento que producían en los adultos aquellas pequeñas lápidas.
Hoy no puede recordar con precisión las palabras que pronunciaron sus mayores. Sólo recuerda la respuesta a la inocente pregunta "¿Qué es eso?" "Son angelitos".
No recuerda si fue en ese preciso momento que le explicaron, o tal vez después. Sólo sabe que al principio creyó que los ángeles, esos seres alados de las estampitas también podían morir, irse al cielo, como su padrino, o como el abuelo que no conoció y que era el motivo de esa visita al camposanto.
Algunos años después, no demasiados, su madre tenía que salir sola. Eran esas salidas a las que ella había aprendido (y en las que ella había aprendido) a odiar. Su madre necesitaba salir sin ella. La vecina, una de las tantas personas que la cuidaban las veces que su madre debía ir a un médico que no existía, esta vez tenía los ojos rojos de llorar. Le explicó a la madre que no podía cuidarla, que una desgracia, que usted no sabe, que qué tristeza. Y la madre dijo, que si pudiera igual, que la llevara, que no había problema, que ella sabía, que el padrino, la abuela, una tía. Pero usted sabe, esto es distinto, yo llevo a los míos porque no hay otra, casi iba a pedirle a usted, si hoy no podía... Y, no, yo... imposible, pero no se preocupe, si puede llévelos a todos, yo por el médico, porque para pedir otra fecha, y es por la cabeza que si no...
Y al final fue la niña con la vecina y los hijos de esa mujer humilde, todos callados, como nunca. Y tomaron dos colectivos. Y vio desaparecer las casas floridas y elegantes. Y vio llegar las casitas de cartón, de chapa o sin revoques. Y vio la puerta de madera vieja y vio la gente. Y todos lloraban.
Y escuchó gemidos con el acento provinciano de la vecina. Y vio abrazos. Y vio un cofre blanco. Y recordó las lápidas del camposanto aquel. Y lo vio pequeño...
Los aromas, los colores, las texturas se grabaron para siempre en su memoria. Igual que los gritos desgarrados de una madre humilde, de aspecto indiano que rodeada de otros hijos acunaba un silencio, un dolor incurable, mientras otras voces, dolidas, resignadas le pedían que lo dejara ir, que lo volviera a recostar en aquel cofre. Después vino otra imagen, similar a la del campo, y la misma cruz pequeña, y entonces supo definitivamente que el horror existe y deambula por este mundo cerrando los ojos de los niños.
Hoy no puede recordar con precisión las palabras que pronunciaron sus mayores. Sólo recuerda la respuesta a la inocente pregunta "¿Qué es eso?" "Son angelitos".
No recuerda si fue en ese preciso momento que le explicaron, o tal vez después. Sólo sabe que al principio creyó que los ángeles, esos seres alados de las estampitas también podían morir, irse al cielo, como su padrino, o como el abuelo que no conoció y que era el motivo de esa visita al camposanto.
Algunos años después, no demasiados, su madre tenía que salir sola. Eran esas salidas a las que ella había aprendido (y en las que ella había aprendido) a odiar. Su madre necesitaba salir sin ella. La vecina, una de las tantas personas que la cuidaban las veces que su madre debía ir a un médico que no existía, esta vez tenía los ojos rojos de llorar. Le explicó a la madre que no podía cuidarla, que una desgracia, que usted no sabe, que qué tristeza. Y la madre dijo, que si pudiera igual, que la llevara, que no había problema, que ella sabía, que el padrino, la abuela, una tía. Pero usted sabe, esto es distinto, yo llevo a los míos porque no hay otra, casi iba a pedirle a usted, si hoy no podía... Y, no, yo... imposible, pero no se preocupe, si puede llévelos a todos, yo por el médico, porque para pedir otra fecha, y es por la cabeza que si no...
Y al final fue la niña con la vecina y los hijos de esa mujer humilde, todos callados, como nunca. Y tomaron dos colectivos. Y vio desaparecer las casas floridas y elegantes. Y vio llegar las casitas de cartón, de chapa o sin revoques. Y vio la puerta de madera vieja y vio la gente. Y todos lloraban.
Y escuchó gemidos con el acento provinciano de la vecina. Y vio abrazos. Y vio un cofre blanco. Y recordó las lápidas del camposanto aquel. Y lo vio pequeño...
Los aromas, los colores, las texturas se grabaron para siempre en su memoria. Igual que los gritos desgarrados de una madre humilde, de aspecto indiano que rodeada de otros hijos acunaba un silencio, un dolor incurable, mientras otras voces, dolidas, resignadas le pedían que lo dejara ir, que lo volviera a recostar en aquel cofre. Después vino otra imagen, similar a la del campo, y la misma cruz pequeña, y entonces supo definitivamente que el horror existe y deambula por este mundo cerrando los ojos de los niños.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)