Desde siempre había sido así. Tal vez porque
había sido parida en el corazón de enero, cuando un sol rusiente derretía los
asfaltos y hacía crujir el zinc de los
techos de chapa por las tardes; tal vez porque todo lo que crece en tales
condiciones desarrolla una significativa afinidad con el exceso y la desmesura.
O quizás porque la habían signado los rayos y la lluvia desatados en aquella
madrugada en que por primera vez madre e hija se enfrentaron: una tratando de
retener a la niña en el vientre, la otra tratando de librarse para comenzar su
propio recorrido por el mundo. Así había
nacido, al llegar la mañana, tras la brutal tormenta, con el sopor húmedo que
anuncia un calor aún más grande. Y tanto había luchado por salir, que nunca
pudo dormir más allá del horario en que vio la luz de este mundo, sin que un
anquilosado sentimiento de fastidio y frustración la embargaran.
Así había llegado y así había comenzado a
crecer. Sin dejar lugar a dudas a los
destinatarios de su amor o de su enojo.
Muchos años más tarde, encontraría una palabra
que definía claramente aquella combinación de excesos, calores y tempestades
que la habían forjado: pasión. Margarita de Magdala sólo podía expresarse
apasionadamente. Y esto (también lo
entendería muchos años después), generaba escozor en la sociedad hipócrita en
la que le había tocado vivir.
Tal es así que con gran ahínco desplegado, buscaron domar a aquella muchachita impetuosa.
Y esto, durante mucho tiempo, fue dando frutos.
Y muchos se sintieron gustosos en
el convencimiento de que, Margarita, se encontraría prontamente tan escindida
como cualquier mortal entre sus sentimientos y emociones, y lo que se esperaba
de ella; es decir, la capacidad de negarlos.
Sin embargo, el único resultado evidente era
el de una mujer que callaba y se negaba a sí misma en pos de los requerimientos
de los demás durante más o menos prolongados períodos de tiempo, para luego estallar en un borbotón desmedido de
palabras y gestos.
Y así Margarita transitaba la vida, observando
cómo el resto enmarañaba prejuicios con moralina, en una red que usaban para
atrapar los intentos de ella por demostrar buenos afectos, y las ansias de ellos por condimentarlos con sus propias
perversas proyecciones y arribar a mil sentencias a priori sobre las verdaderas
intenciones de esa mujer incomprensible.
Entre tales vaivenes, Margarita se iba enfermando. Puertas adentro murmullos, puertas afuera
murmullos. Palabras, prejuicios, cayendo
sobre ella, como pesadas piedras. Rocas de ignorancia, de incomprensión, de
hipocresía, que la iban cubriendo poco a poco; ocultándola de sí misma, de su
esencia, de su ser en el mundo.
Entonces fue, cuando Margarita de Magdala, sintió
que el pecho se le oprimía. Decenas de veces se enfrentó al espejo luego de
mojarse el rostro con el agua redundante que usaba para barrer sus
lágrimas. Cada vez se veía más vieja y
más cansada. Pero ese día fue diferente.
Margarita había llorado ante la tumba de su
padre, rogando un abrazo que hacía demasiados años no sentía. Había sufrido frío en el alma y se había
estremecido con aquella lluvia de trópico que se despeñó de pronto sobre su
soledad y su tristeza. Y como se sabe, el tiempo y las tempestades desgastan
cualquier tiento por más fuerte que sea y por
más nudos que se le hayan hecho.
Horas más tarde, Margarita volvió a mirarse en
el espejo. Entró a oscuras y, ya ante el
cristal, encendió la luz. En ese
instante vio cómo demasiados fantasmas ajenos querían ocupar el espacio de su
imagen. Entonces, comenzó a comprender y se sintió vivificada; como si la lluvia que
había empapado su cuerpo ese día, hubiera sido, de alguna manera, parte de aquella otra que la acompañó en su
llegada al mundo. Y comenzó a reír. A pesar de todo, rió más fuerte todavía. Y
vio cómo, al compás de su risa, cada fantasma se retorcía y escapaba detrás de
sus dueños.
Margarita de Magdala se observó en el espejo. Estaba orgullosa de la mujer que logró ser.
Y, sobre todo, de la pasión por la vida, que brillaba en su mirada, que le
recordaba que era libre, que estaba viva.