Como siempre digo, la vida
cotidiana nos propone infinitos pasajes, portales hacia otras instancias.
Los domingos, bien entrada la mañana, me gusta
recorrer la feria del Parque. Cruzar la calle
Patricias Argentinas y entrar en un mundo de formas que me transportan, por ejemplo, hacia mi infancia. Cajitas,
revistas, vinilos, títeres, muñecas.
Caminar y recordar. Reencontrarme,
gracias a los objetos exhibidos, con el aparador de la casa de la abuela Lucía,
los vasitos ordenados, el cajón de los cubiertos. Los estantes en la cocina de la tía Carmen,
en La Plata, el aroma impecable que coronaba la paz de las siestas en aquella
casa. Los perfumeros de la tía
Maruca. Las muñecas que dormían en la
cama de la tía María Angélica… Y así
navego por esos puentes sensoriales, para volver con el corazón vibrante de
ternura y de nostalgia.
Allí conocí a
don Luis, un viejito vendedor, entre otras cosas, de antigüedades
ferroviarias. Obviamente hice un alto en
su puesto, curiosa por husmear ese impagable catálogo de locomotoras que
atesora en un rincón de la tienda desmontable y que pareciera, en realidad, no
querer vender. Hablamos de trenes, de ferias,
y me regaló una anécdota. Me obsequió
una historia y un consejo. Y creo que son ambas cosas las que quiero compartir.
Habitualmente, Luis es convocado por familiares de personas mayores
fallecidas para ofrecerle diferentes pertenencias del difunto a cambio de
alguna módica suma de dinero. Así, el vendedor renueva sus artículos de
colección.
Hace pocos
días, un vecino, conocido de la zona, se
acercó para invitarlo a retirar objetos de la casa de su tía. “Venite
preparado, Luisito, mi tía era una vieja solterona. Una maestra jubilada de
noventa pirulos. Imaginate la cantidad de ‘chucherías’ que debía tener. Los libros se los vendo a los muchachos de
Marechal. El resto es tuyo. Porquerías seguro. Pero a vos, siempre algo
te sirve.”
Y allá fue
Luis. La casa en sí misma podía haberse convertido en un museo en ese
instante. Era como estar ante una imagen
fotográfica de la década de 1940. Sólo denotaba el paso de los últimos setenta
años un profundo olor a humedad, y una oscuridad casi de bóveda que hacía
olvidar el sopor de diciembre con un extraño frío que se instalaba en la base de la espalda.
El hombre
pensó en decir que no había nada rescatable y retirarse en ese mismo
momento. Pero fue interrumpido por la
voz del heredero, que lo llamaba desde
la habitación que fuera el dormitorio de la mujer muerta.
-
Fijate, Luis. Vení a ver cómo tenía la pieza. Mi tía era un
personaje. Vivía como las viejas de
antes. Báh, era una vieja de antes. Los
viejos de ahora somos nosotros. Eh,
Luis. ¿Qué te parece? Yo ya tengo
setenta… Fijate. Yo no recuerdo haberla visto de novia. Ningún tipo. Jamás, che. ¡Y vivió noventa
años, la vieja! Pero no era mala,
eh. Porque hay viejas… Vos me entendés,
¿eh, Luis? Claro que me entendés, Luisito.
Luis,
respondió con una sonrisa sencilla y un leve asentimiento ladeando la cabeza.
Entonces el sobrino de la maestra continuó:
-
Mi vieja, que era la hermana de la muerta, me
contó que una vez, cuando eran pibas y mi tía estaba recién recibida de
maestra, mi abuelo la quiso enganchar con
un empleado del Banco Nación.
Pero ella no quiso saber nada, y se armó una podrida bárbara. El viejo
era terrible también. Y, después de eso, solterona para toda la vida. Mirá esta pieza. Impecable, pero todo viejísimo, como ella. Y
como vacío… Bueno, mirá, yo ya
revisé. Es todo ropa de antes, y
papeles, se ve que cosa de maestras.
Juntaba porquerías, boletos de tren del año del ñaupa, figuritas, pavadas. Si te sirven los veladores, llevalos. El reloj no anda, hay perfumeros, un pote de
talco que quedó petrificado. Te regalo todo eso. Ahora, si por los muebles me podés dar unos
pesos, y por los vasos y copas…
Esa tarde
Luis volvió a su casa en silencio.
Catalogó los objetos comprados, y calculó las posibles ganancias.
Después puso la pava a calentar y, mientras se cebaba unos mates, abrió un
baulito de mano en el que venían aquellos papeles y figuritas que le habían
regalado. Boletos de tren de mil novecientos cuarenta y cuatro, entradas de
cine para ver estrenos protagonizados por
Zully Moreno, Silvia Legrand y, obviamente, la primera fila para el
estreno de “Su mejor alumno” con Enrique
Muiño y Ángel Magaña.
Entonces se
dio cuenta. Había dos boletos de cada
fecha y dos entradas para cada película.
Además, los boletos y las entradas estaban acompañados por sobres que
contenían cartas. Y las fechas de las cartas se correspondían con las de los
otros objetos.
Casi pudorosamente,
como si sintiera que, desde algún lugar oculto lo observaban, Luis comenzó a
leer. Eligió hacerlo por orden de
fechas. Desde abril de 1944 hasta julio
de 1945. La destinataria era siempre la
misma, pero los modificadores que conformaban el encabezado fueron
cambiando. La primera decía “Estimada
Señorita Margarita”, la segunda “Querida Margarita” y así siguieron “Margarita,
mi amor”, “Mi dulce maestra, Margarita de mi vida”…
Luis
descubrió, mientras moría la tarde en Buenos Aires, que aquella viejita había
sido, hace más de setenta años, amada
profundamente por un hombre con el que, cada semana, había viajado en tren para
luego ir al cine y que, en cada cita
había recibido una entrañable carta de amor.
Luego miró el
fondo del baulito y encontró un pañuelo de raso negro que contenía una similar
cantidad de cartas enlazadas por una cinta igualmente oscura. Con sólo leer una de ellas, comprendió que
eran las respuestas a las escritas por el hombre, y todas estaban firmadas “Tu enamorada Margarita”. Sin embargo, había una carta suelta, cuyas
hojas evidenciaban que, en su momento, la tinta azul se había corrido como salpicada por gotas de agua.
Con las manos
temblorosas, Luis extendió el ajado papel y leyó.
Amor de mi vida:
Escribo esta carta que ya nunca leerás.
La escribo, mi ángel, porque no puedo soportar la idea de no tomar nunca
más la pluma entre mis manos para decirte
lo mucho que te amo.
Hoy el dueño de la pensión
abrió para mí la puerta maldita de tu habitación, esa puerta a la que nunca
llegaste para salvar la vida. Esa puerta
que te separó para siempre de mí.
¿Podrías imaginar, mi amor, el puñal clavado en mi corazón en el momento
en que vi, sobre la silla de madera, prolijamente preparado, el traje que nunca
llegaste a usar? En su bolsillo estaba la carta que nunca me diste, pero que
atesoraré por siempre.
Amor de mi alma, si no me arranco la
vida es porque espero, algún día, seguirte hasta ese cielo en que seguramente
ya te encuentras. Pero te juro, amor,
que hoy el tiempo se ha detenido para mí también. No habrá otro hombre después de ti, como tampoco
lo hubo antes. Mucho se ha burlado mi
padre porque no quise aceptar a ese bancario con el que pretendía casarme. Se rió diciéndome que tenía la cabeza llena
de pavadas, que seguramente rechazaba un “buen partido” por algún amor platónico
típico de mocosas.
Hoy yo
me río de él y su ignorancia. Porque te
conocí a vos, mi amor. Y sí, fuiste mi
amor platónico, pero porque en verdad, como tantas veces hablamos, Platón creía
que por medio del amor se podía conocer la esencia de la Belleza misma. Esa belleza incorruptible y eterna que no hay
muerte alguna que pueda destruir. Ni siquiera esta muerte injusta que te
arrancó de mi lado. Vos te reías diciendo que eras mi “amor socrático”, porque
cada semana, con cada diálogo compartido aprendíamos, crecíamos y descubríamos juntos la Belleza
infinita que el mundo guarda para dos que se aman.
Faltaba tan poco mi amor. Te hice esperar para hablar con mi padre,
porque temía que te rechazara por el capricho con el bancario. Pero nuestros
sueños estaban tan cerca. Casi teníamos ahorrado el dinero para el alquiler de
la casita. Nunca gastaré esos billetes.
Ángel de mi vida, guardaré
siempre conmigo nuestras cartas, hasta mi último día. Hasta que podamos reencontrarnos y ya nada ni
nadie nos pueda separar.
Eternamente tuya, tu enamorada Margarita.
Luis cerró la carta. Observó el fondo del baulito de mano una vez
más. Dentro del último pañito rasado
encontró un importante fajo de billetes moneda nacional prolijamente guardados.
Acomodó todo lo mejor que
pudo. Buscó un candado pequeño, en un
frasco de vidrio situado entre otros tantos, en un estante del galpón donde
archivaba las antigüedades. Usó el candadito para cerrar la tapa del baúl, y después
lo colocó sobre una cómoda antigua en una habitación que había sido de su
cuñada.
-
¿Sabe?- Me dijo mientras volvía a mirarme a los
ojos, después de narrar acongojado la historia de la Señorita Margarita- Me
gustaría darle un consejo. Viva, señora.
Viva la vida lo mejor que pueda y no le deje dudas a nadie de quién es y
qué siente. Porque las personas viven
sin mirar a los demás; se pierden las historias de quienes los rodean, no se
dan la oportunidad de conocerlos. Después, uno se muere, y hacen un paquete y
le regalan todo al primer cambalachero que encuentran. Parece que les diera
miedo descubrir las historias de los otros.
A lo mejor asusta lo que se puede aprender.
Estreché su
mano para despedirme, lo miré a los ojos y sonreí a manera de gracias. No pude
articular ninguna palabra, porque no sé qué se puede agregar a semejante
verdad. Seguí caminando por la feria, silenciosa. El susurro de las hojas de los árboles del
parque traía las primeras palabras para este relato. Otra historia que merece contarse. Cuántas Margaritas, cuántas formas de amar.