martes, 6 de diciembre de 2016

Miroir

    Desde siempre había sido así. Tal vez porque había sido parida en el corazón de enero, cuando un sol rusiente derretía los asfaltos  y hacía crujir el zinc de los techos de chapa por las tardes; tal vez porque todo lo que crece en tales condiciones desarrolla una significativa afinidad con el exceso y la desmesura. O quizás porque la habían signado los rayos y la lluvia desatados en aquella madrugada en que por primera vez madre e hija se enfrentaron: una tratando de retener a la niña en el vientre, la otra tratando de librarse para comenzar su propio recorrido por el mundo.  Así había nacido, al llegar la mañana, tras la brutal tormenta, con el sopor húmedo que anuncia un calor aún más grande. Y tanto había luchado por salir, que nunca pudo dormir más allá del horario en que vio la luz de este mundo, sin que un anquilosado sentimiento de fastidio y frustración la embargaran.
    Así había llegado y así había comenzado a crecer.  Sin dejar lugar a dudas a los destinatarios de su amor o de su enojo.
    Muchos años más tarde, encontraría una palabra que definía claramente aquella combinación de excesos, calores y tempestades que la habían forjado: pasión. Margarita de Magdala sólo podía expresarse apasionadamente.  Y esto (también lo entendería muchos años después), generaba escozor en la sociedad hipócrita en la que le había tocado vivir.
    Tal es así que con  gran ahínco desplegado,  buscaron domar a aquella muchachita impetuosa. Y esto, durante mucho tiempo, fue dando frutos.  Y  muchos se sintieron gustosos en el convencimiento de que, Margarita, se encontraría prontamente tan escindida como cualquier mortal entre sus sentimientos y emociones, y lo que se esperaba de ella; es decir, la capacidad de negarlos.
    Sin embargo, el único resultado evidente era el de una mujer que callaba y se negaba a sí misma en pos de los requerimientos de los demás durante más o menos prolongados períodos de tiempo, para  luego estallar en un borbotón desmedido de palabras y gestos.  
    Y así Margarita transitaba la vida, observando cómo el resto enmarañaba prejuicios con moralina, en una red que usaban para atrapar los intentos de ella por demostrar buenos afectos, y las ansias  de ellos por condimentarlos con sus propias perversas proyecciones y arribar a mil sentencias a priori sobre las verdaderas intenciones de esa mujer incomprensible.
    Entre tales vaivenes, Margarita se iba enfermando.  Puertas adentro murmullos, puertas afuera murmullos.  Palabras, prejuicios, cayendo sobre ella, como pesadas piedras. Rocas de ignorancia, de incomprensión, de hipocresía, que la iban cubriendo poco a poco; ocultándola de sí misma, de su esencia, de su ser en el mundo.
    Entonces fue, cuando Margarita de Magdala, sintió que el pecho se le oprimía. Decenas de veces se enfrentó al espejo luego de mojarse el rostro con el agua redundante que usaba para barrer sus lágrimas.  Cada vez se veía más vieja y más cansada.  Pero ese día fue diferente.
    Margarita había llorado ante la tumba de su padre, rogando un abrazo que hacía demasiados años no sentía.  Había sufrido frío en el alma y se había estremecido con aquella lluvia de trópico que se despeñó de pronto sobre su soledad y su tristeza. Y como se sabe, el tiempo y las tempestades desgastan cualquier tiento por más fuerte que sea y por  más nudos que se le hayan hecho.
    Horas más tarde, Margarita volvió a mirarse en el espejo.  Entró a oscuras y, ya ante el cristal, encendió la luz.  En ese instante vio cómo demasiados fantasmas ajenos querían ocupar el espacio de su imagen. Entonces, comenzó a comprender y  se sintió vivificada; como si la lluvia que había empapado su cuerpo ese día, hubiera sido, de alguna manera,  parte de aquella otra que la acompañó en su llegada al mundo.  Y comenzó a reír.  A pesar de todo, rió más fuerte todavía. Y vio cómo, al compás de su risa, cada fantasma se retorcía y escapaba detrás de sus dueños.
    Margarita de Magdala  se observó en el espejo.  Estaba orgullosa de la mujer que logró ser. Y, sobre todo, de la pasión por la vida, que brillaba en su mirada, que le recordaba que era libre, que estaba viva.



martes, 5 de enero de 2016

Historias de amor II

                Como siempre digo, la vida cotidiana nos propone infinitos pasajes, portales hacia otras instancias.
 Los domingos, bien entrada la mañana, me gusta recorrer la feria del Parque.  Cruzar la calle Patricias Argentinas y entrar en un mundo de formas que me transportan,  por ejemplo, hacia mi infancia. Cajitas, revistas, vinilos, títeres, muñecas.  Caminar y recordar.  Reencontrarme, gracias a los objetos exhibidos, con el aparador de la casa de la abuela Lucía, los vasitos ordenados, el cajón de los cubiertos.  Los estantes en la cocina de la tía Carmen, en La Plata, el aroma impecable que coronaba la paz de las siestas en aquella casa.  Los perfumeros de la tía Maruca.  Las muñecas que dormían en la cama de la tía María Angélica…  Y así navego por esos puentes sensoriales, para volver con el corazón vibrante de ternura y de nostalgia.
Allí conocí a don Luis, un viejito vendedor, entre otras cosas, de antigüedades ferroviarias.  Obviamente hice un alto en su puesto, curiosa por husmear ese impagable catálogo de locomotoras que atesora en un rincón de la tienda desmontable y que pareciera, en realidad, no querer vender.  Hablamos de trenes, de ferias, y me regaló una anécdota.  Me obsequió una historia y un consejo. Y creo que son ambas cosas las que quiero compartir.
Habitualmente,  Luis es convocado por familiares de personas mayores fallecidas para ofrecerle diferentes pertenencias del difunto a cambio de alguna módica suma  de dinero.  Así, el vendedor renueva sus artículos de colección.   
Hace pocos días, un vecino, conocido de la zona,  se acercó para invitarlo a retirar objetos de la casa de su tía. “Venite preparado, Luisito, mi tía era una vieja solterona. Una maestra jubilada de noventa pirulos. Imaginate la cantidad de ‘chucherías’  que debía tener.  Los libros se los vendo a los muchachos de Marechal.  El resto es tuyo.  Porquerías seguro. Pero a vos, siempre algo te sirve.”
Y allá fue Luis. La casa en sí misma podía haberse convertido en un museo en ese instante.  Era como estar ante una imagen fotográfica de la década de 1940. Sólo denotaba el paso de los últimos setenta años un profundo olor a humedad, y una oscuridad casi de bóveda que hacía olvidar el sopor de diciembre con un extraño frío que se  instalaba en la base de la espalda.
El hombre pensó en decir que no había nada rescatable y retirarse en ese mismo momento.  Pero fue interrumpido por la voz del heredero,  que lo llamaba desde la habitación que fuera el dormitorio de la mujer muerta.
-          Fijate, Luis.  Vení a ver cómo tenía la pieza. Mi tía era un personaje.  Vivía como las viejas de antes. Báh, era una vieja de antes.  Los viejos de ahora somos nosotros.  Eh, Luis. ¿Qué te parece? Yo ya tengo  setenta…  Fijate.  Yo no recuerdo haberla visto de novia.  Ningún tipo. Jamás, che. ¡Y vivió noventa años, la vieja!  Pero no era mala, eh.  Porque hay viejas… Vos me entendés, ¿eh, Luis? Claro que me entendés, Luisito.
Luis, respondió con una sonrisa sencilla y un leve asentimiento ladeando la cabeza. Entonces el sobrino de la maestra continuó:
-          Mi vieja, que era la hermana de la muerta, me contó que una vez, cuando eran pibas y mi tía estaba recién recibida de maestra, mi abuelo la quiso enganchar con  un empleado del Banco Nación.  Pero ella no quiso saber nada, y se armó una podrida bárbara. El viejo era terrible también. Y, después de eso, solterona para toda la vida.  Mirá esta pieza.  Impecable, pero todo viejísimo, como ella. Y como vacío…  Bueno, mirá, yo ya revisé.  Es todo ropa de antes, y papeles, se ve que cosa de maestras.  Juntaba porquerías, boletos de tren del año del ñaupa, figuritas, pavadas.  Si te sirven los veladores, llevalos.  El reloj no anda, hay perfumeros, un pote de talco que quedó petrificado. Te regalo todo eso.  Ahora, si por los muebles me podés dar unos pesos, y por los vasos y copas…
Esa tarde Luis volvió a su casa en silencio.  Catalogó los objetos comprados, y calculó las posibles ganancias. Después puso la pava a calentar y, mientras se cebaba unos mates, abrió un baulito de mano en el que venían aquellos papeles y figuritas que le habían regalado. Boletos de tren de mil novecientos cuarenta y cuatro, entradas de cine para ver estrenos protagonizados por  Zully Moreno, Silvia Legrand y, obviamente, la primera fila para el estreno de “Su mejor alumno” con Enrique  Muiño y Ángel Magaña.
Entonces se dio cuenta.  Había dos boletos de cada fecha y dos entradas para cada película.  Además, los boletos y las entradas estaban acompañados por sobres que contenían cartas. Y las fechas de las cartas se correspondían con las de los otros objetos.
Casi pudorosamente, como si sintiera que, desde algún lugar oculto lo observaban, Luis comenzó a leer.  Eligió hacerlo por orden de fechas.  Desde abril de 1944 hasta julio de 1945.  La destinataria era siempre la misma, pero los modificadores que conformaban el encabezado fueron cambiando.  La primera decía “Estimada Señorita Margarita”, la segunda “Querida Margarita” y así siguieron “Margarita, mi amor”, “Mi dulce maestra, Margarita de mi vida”…
Luis descubrió, mientras moría la tarde en Buenos Aires, que aquella viejita había sido,    hace más de setenta años, amada profundamente por un hombre con el que, cada semana, había viajado en tren para luego ir al cine y que, en cada cita  había recibido una entrañable carta de amor.
Luego miró el fondo del baulito y encontró un pañuelo de raso negro que contenía una similar cantidad de cartas enlazadas por una cinta igualmente oscura.  Con sólo leer una de ellas, comprendió que eran las respuestas a las escritas por el hombre, y todas estaban firmadas  “Tu enamorada Margarita”.  Sin embargo, había una carta suelta, cuyas hojas evidenciaban que, en su momento, la tinta azul se había corrido como  salpicada por gotas de agua.
Con las manos temblorosas, Luis extendió el ajado papel y leyó.


   Amor de mi vida:
                                     Escribo esta carta que ya nunca leerás.  La escribo, mi ángel, porque no puedo soportar la idea de no tomar nunca más la pluma entre mis manos para decirte  lo mucho que te amo.
                                    Hoy el dueño de la pensión abrió para mí la puerta maldita de tu habitación, esa puerta a la que nunca llegaste para salvar la vida.  Esa puerta que te separó para siempre de mí. 
                                   ¿Podrías imaginar, mi amor, el puñal clavado en mi corazón en el momento en que vi, sobre la silla de madera, prolijamente preparado, el traje que nunca llegaste a usar? En su bolsillo estaba la carta que nunca me diste, pero que atesoraré por siempre.
                                 Amor de mi alma, si no me arranco la vida es porque espero, algún día, seguirte hasta ese cielo en que seguramente ya te encuentras.  Pero te juro, amor, que hoy el tiempo se ha detenido para mí también.  No habrá otro hombre después de ti, como tampoco lo hubo antes.  Mucho se ha burlado mi padre porque no quise aceptar a ese bancario con el que pretendía casarme.  Se rió diciéndome que tenía la cabeza llena de pavadas, que seguramente rechazaba un “buen partido” por algún amor platónico típico de mocosas.
                             Hoy yo me río de él y su ignorancia.  Porque te conocí a vos, mi amor.  Y sí, fuiste mi amor platónico, pero porque en verdad, como tantas veces hablamos, Platón creía que por medio del amor se podía conocer la esencia de la Belleza misma.  Esa belleza incorruptible y eterna que no hay muerte alguna que pueda destruir. Ni siquiera esta muerte injusta que te arrancó de mi lado. Vos te reías diciendo que eras mi “amor socrático”, porque cada semana, con cada diálogo compartido aprendíamos,  crecíamos y descubríamos juntos la Belleza infinita que el mundo guarda para dos que se aman.
                           Faltaba tan poco mi amor.  Te hice esperar para hablar con mi padre, porque temía que te rechazara por el capricho con el bancario. Pero nuestros sueños estaban tan cerca. Casi teníamos ahorrado el dinero para el alquiler de la casita. Nunca gastaré esos billetes.
                            Ángel de mi vida, guardaré siempre conmigo nuestras cartas, hasta mi último día.  Hasta que podamos reencontrarnos y ya nada ni nadie nos pueda separar.
                            Eternamente tuya, tu enamorada Margarita.
Luis cerró la carta. Observó el fondo del baulito de mano una vez más.  Dentro del último pañito rasado encontró un importante fajo de billetes moneda nacional prolijamente guardados.
 Acomodó todo lo mejor que pudo.  Buscó un candado pequeño, en un frasco de vidrio situado entre otros tantos, en un estante del galpón donde archivaba las antigüedades. Usó el candadito para cerrar la tapa del baúl, y después lo colocó sobre una cómoda antigua en una habitación que había sido de su cuñada.
-          ¿Sabe?- Me dijo mientras volvía a mirarme a los ojos, después de narrar acongojado la historia de la Señorita Margarita- Me gustaría darle un consejo. Viva, señora.  Viva la vida lo mejor que pueda y no le deje dudas a nadie de quién es y qué siente.  Porque las personas viven sin mirar a los demás; se pierden las historias de quienes los rodean, no se dan la oportunidad de conocerlos. Después, uno se muere, y hacen un paquete y le regalan todo al primer cambalachero que encuentran. Parece que les diera miedo descubrir las historias de los otros.  A lo mejor asusta lo que se puede aprender.

Estreché su mano para despedirme, lo miré a los ojos y sonreí a manera de gracias. No pude articular ninguna palabra, porque no sé qué se puede agregar a semejante verdad.  Seguí caminando por la feria, silenciosa.  El susurro de las hojas de los árboles del parque traía las primeras palabras para este relato.  Otra historia que merece contarse.  Cuántas Margaritas, cuántas formas de amar.