Esta mañana, pocos minutos después de levantarme, recordé
una víspera de Navidad de hace muchos, muchos años. Hacía muy poco tiempo que nos habíamos mudado
a nuestra primera casa propia, en Banfield.
Aún no había comenzado a concurrir al jardín de infantes.
Papá había comprado el primer arbolito que recuerdo: verde,
con una base rectangular, y botones
rojos en los extremos de las ramas en los que se podían colgar los adornos. En aquella época eran muy frágiles y se rompían fácilmente.
Casi toda la familia, entre primos y tíos, se haría presente
entre Navidad y Año nuevo. La casa
propia, había mucho que festejar.
Pero esa Noche Buena hubo un invitado especial, uno que
sería una pieza clave en la construcción de mi idea, no sólo sobre el Espíritu
navideño, sino sobre la forma de relacionarme con el prójimo, siempre.
La casa contigua a la nuestra, hacia la esquina, estaba sin
alquilar. Era una propiedad en bloque, con un local justo en la esquina, que
funcionaba como carnicería. Pero en la
casa no vivía nadie. Por lo menos no en
el cuerpo principal de la misma.
En el patio, justo sobre la pared lindera con nuestra casa,
había un gabinete, uno de esos que se usaban para contener los tubos de gas, de
uso en esa época. Pero no había tubos,
había un catre, un cajón de verduras a manera de mesa, unas pocas mantas y un
hombre. Un linyera de mirada brillante,
cabellos grises, barba y bigote y un nombre curioso: “Papucho”.
En los días previos a la mudanza, Papucho se acercó a mi
papá y le dijo que si nos molestaba su presencia, él podía buscarse otro lugar
donde vivir, pero que si no, prometía ser respetuoso y no molestar. Le aseguró no ser un delincuente, y explicó
que estaba en esas condiciones “por cosas de la vida”.
Obviamente, papá le dijo que de ninguna manera esperaba que
se fuera, al contrario, que contara con nosotros. Así empezó una especie de amistad que incluía
platos de comida que le acercábamos, hielo en verano, algún vinito, alguna
frazada en invierno.
Pero aquella Noche Buena, Papucho fue nuestro invitado de
honor. Ya al mediodía, y con más de 30 grados,
mi papá (ante la atónita mirada de mi madre) había cocinado una singular
polenta con salsa de carne y queso rallado extra. Transpiraba revolviendo aquella olla de
manjar amarillo, en una época en que la polenta
no tenía otra magia que el sabor, dado que llevaba interminables minutos
de lucha para evitar los grumos y las salpicaduras. La cuestión estaba en que aquel
24 de diciembre era, también, el cumpleaños de nuestro vecino. Y mi papá le había preguntado cuál era su
comida favorita para agasajarlo con el almuerzo. Así fue que transpiraron ambos, uno con la cocción, el otro con la ingestión,
pero ambos quedaron satisfechos y felices.
Y tanto transpiró Papucho que por
la tarde se dio un baño en su bañera especial: el tanque de agua de la casa
deshabitada, que se encontraba en un ángulo de la terraza, con un jabón y una
rejilla (set de higiene ferroviario, aportado por papá). Por la noche se puso un traje gris y se
presentó en casa.
Nunca olvidaré ninguno de aquellos detalles.
El árbol verde lleno de adornos y con luces de colores que parecían campanitas. Mis zapatitos azules. El villancico que me
había enseñado una prima y que esa noche canté para todos. La cena compartida. Los
tangos que cantó Papucho y los que después bailó con mi tía. Teníamos una
casa prefabricada, los pisos de portland, y los techos de chapa. No mucho más,
pero benditamente nuestro. Nunca tuvimos
demasiado. Pero esa noche fuimos inmensamente
ricos. Esa noche aprendí el significado
de la Navidad. Mi padre me lo
enseñó. No hay festejo posible si mi
hermano pasa hambre a mi lado y no lo veo. Todo el mensaje que quiso dejarnos el
otro cumpleañero, ese cuya imagen pusimos a las doce en el pesebre, se hizo
concreto en la actitud de mi papá. Dar sin esperar, compartirlo todo, aunque
sea humilde.
Pasaron algunos años, el invierno
fue dejando huella en la salud de
Papucho. Un día le dio a papá un
papelito prolijamente guardado en un viejo cuaderno. Lo tenía bajo la almohada
del catre en el que una neumonía lo había volteado hacía días. Era un número de teléfono. Una sobrina.
Vinieron a buscarlo. Al tiempo el
mismo auto vino por papá. Papucho quería verlo.
Mi viejo se encontró en un piso de Barrio Norte, con Papucho recostado
en un sofá tapado con una piel lujosa. “Me
voy a terminar muriendo igual, en este encierro. No me dejan salir, ni cantar, y ¿quiere saber
lo peor, Juancito? Acá nadie come polenta.”